Crónica del Duende

El aire en la Librería del Duende de Úbeda olía a papel viejo y a café recién hecho, una mezcla que siempre le había parecido a Elena el perfume de la magia. No era un acto multitudinario, no había filas interminables ni flashes cegadores. En su lugar, las caras que llenaban las pequeñas butacas y de pie entre las estanterías repletas eran las de su vida: los ojos orgullosos de su padre, hermanos y una sobrina muy especial, que tocó, el violín en el evento. Las sonrisas cómplices de sus amigos.

Sobre una mesa, varios ejemplares de «De la Tierra a Urda» y de sus anteriores publicaciones formaban una pirámide imperfecta. Sus libros. La materialización de tantas noches en vela y de tantos mundos habitados solo en su mente.

Marta, la presentó. No era una crítica literaria al uso, sino una amiga de esas que leen entre líneas, incluso las que están escritas con tinta invisible. Y así comenzó su análisis, un viaje no solo a través de las páginas de Urda, sino a través de la esencia misma de Elena.

Marta habló de la textura de sus frases, de la manera en que las descripciones no solo pintaban paisajes, sino que evocaban olores y susurros. «En tu escritura,» decía, con una voz serena que llenaba el cálido espacio, «hay una luz particular, como la del atardecer en la campiña, que todo lo dora y lo suaviza. Se nota que no construyes escenarios, siembras tierra. Y de esa tierra brotan los personajes, con sus raíces profundas y sus heridas como nudos en la madera.”
Habló de como doy importancia a la familia y de cómo construyo un mundo de fantasía muy vivo. Habló de mí sensibilidad al escribir. Simplemente me emocionó

Escuchaba, con un nudo en la garganta y las manos entrelazadas sobre el regazo. Escuchar a Marta diseccionar su estilo no era como leer una reseña; era como si le estuvieran mostrando el mapa de su propia alma, un territorio que ella misma solo intuía. Marta señaló la recurrencia del río que atravesaba la trama, «siempre fluyendo, siempre cambiante, pero siempre el mismo, como la memoria y la identidad que exploras». Le habló de la valentía de sus personajes, «que no es la ausencia de miedo, sino la decisión de avanzar a pesar de llevar el corazón en la mano».

Cada palabra de Marta era un hilo que conectaba el libro con su corazón, y Elena sentía cómo se le escapaban unas lágrimas silenciosas que no intentó ocultar. Eran lágrimas de una profunda comprensión. No era solo que hubieran leído su libro; era que habían leído en ella.

Al terminar el análisis, el aplauso no fue estruendoso, sino cálido y prolongado, como un abrazo colectivo. Cuando le tocó a ella hablar, la voz le tembló un poco al principio. Miró a su alrededor: su hermana, su sobrina a la que dedico sus primeras palabras, la música de su violín es la que había servido de inspiración del cuento y lo hizo como una carta dirigida directamente a ella; su padre con esa sonrisa de orgullo contenida. No eran espectadores, eran testigos de un sueño cumplido.

Habló de Urda, sí, pero también habló de la tierra de verdad. De la necesidad de ser salvada de la contaminación, de la necesidad de salvarla del propio hombre, de su egoísmo. De la necesidad de salvarla de tantas guerras. Agradeció a cada uno de ellos, nombrando anécdotas, compartiendo el crédito de aquella noche como si el libro fuera un fruto colectivo.

La velada terminó entre firmas, abrazos apretados y el runrún de conversaciones y risas que se mezclaban con el chasquido de la tetera detrás del mostrador. Elena, con un ejemplar entre sus manos, miró la dedicatoria que había escrito una y otra vez. No era solo su nombre lo que estampaba en aquellas páginas, era un pedazo de aquel momento íntimo y entrañable.

«De la Tierra a Urda» había emprendido su viaje al mundo, pero esa presentación, rodeada de su pequeña tribu, sería siempre el lugar al que su corazón regresaría. El lugar donde su mundo imaginado y su mundo real se habían fundido, por una noche, en la librería más mágica.

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