
Hoy no me pertenece esta armadura, esta corteza ajena al sol, este yermo donde a veces se estanca la dulzura. Pero hasta en el desierto nace el ver
de una flor que se abre paso. La hendidura se hace nido, la grieta se hace puerto. Y aprendo a reír con la cicatriz pura que me recuerda que sigo despierta.
El dolor es un maestro, no un verdugo; su lección no es rendirme, sino de escucha: que la fuerza no está en el músculo rudo,
sino en el temple que desde el suelo lucha. Y me levanto, con un gesto agudo de alegría rebelde…que no se aplasta.
Mi sonrisa no es nieve, es raíz fuerte: crece desde lo hondo de la herida, y le planta batalla hasta a la muerte con el simple, terco afán de la vida.
Ya no pregunto por qué esta piel es distinta. La acepto. Es mi trinchera y mi equipaje. Y en su mapa de sombra, hay una punta de luz que se dibuja con coraje.
Hogar es este cuerpo que resiste, y la risa que brota en la tormenta: el sí mismo que, aunque herido, insiste y se reinventa…y se abre… y se aventura.