
Dormía en el muelle de un pueblo que olía a sal y a pan caliente, amarrada al muelle, ella fue bautizada una vez por un hombre mayor que era pescador, la hizo con sus propias manos con tablones de madera y sobras de pintura que encontraba por el pueblo. Y la llamo Esperanza.
Había pasado ya tanto tiempo de aquello que no todas las letras permanecían en su casco, el sol, la lluvia y las mareas las habían borrado.
Un niño del pueblo llamado Simón que calzaba alpargatas viejas y pantalones desgastados tenía por costumbre sentarse al lado de esperanza cada mañana. Sus ojos eran grandes como los faros de los coches y siempre en su rostro prendía una hermosa sonrisa que iluminaba el puerto en la noche.
Su abuela le contaba muchas historias de su abuelo que fue marinero y de los muchos lugares que había recorrido. Cosas que él no entendía ni comprendía a veces, como que había puertos en los que los mercaderes vendían especias del oriente, que había lugares vestidos de primavera y que había muchos libros escritos en lenguas tan extrañas que bailaban en la boca y hasta había juguetes que se movían solos.
Sin saber por qué, Simón desató aquella mañana las sogas de la Esperanza
—Vamos, barca chiquita… —susurró—. El viento nos llama.
Estaba esperanza asustada pues el viento jugaba con fuerza zozobrando la vela, aunque el cielo estaba claro, Simón la iba acariciando a cada rato, como si calmara a su gatito.
—No temas —le dijo—. resguarda tu vela si el viento sopla fuerte. Despliégala cuando el sol nos sonría guiándonos en nuestro viaje.
Y navegaron sin más como si lo hubieran hecho toda la vida, los dos juntos. Simón pescaba para saciar el hambre mientras leía los libros de su abuelo y conversaba con Esperanza como hacen los viejos amigos, entendiéndose con un ligero movimiento de la proa o con el crujir de la madera.
El mar inmenso les abrazaba por el día y les acunaba por la noche bajo el cielo de estrellas o en compañía de la luna.
Y de repente un día apareció frente a ellos, un puerto, una ciudad que parecía muy hermosa. Todas sus calles estaban engalanadas con flores y banderas de colores danzando con la caricia del viento de la tarde, parécele a Esperanza y Simón que estaban aplaudiendo su llegada, celebrando su arribada con una canción alegre.
Y se escuchaban gritos:
—¡Ha llegado! ¡Ha llegado la barca chiquita! Ya está aquí Esperanza
Simón estaba muy contento y decidió amarrar a Esperanza y bajar al muelle. Se sintió en un momento un poco perdido, agobiado quizás pues los mercaderes le rodeaban y le ofrecían regalos: una flor, un libro, una fina capa…
Y entonces preguntó
—¿Por qué? —
Uno de los más ancianos le sonrió mientras le contaba:
—Cada generación espera la llegada de la Esperanza. No sabíamos quién la traería esta vez, pero sabíamos que vendría.
Simón giro la cabeza para mirar a su barca. Ella se mecía suavemente muy contenta.
Asomó la noche y en la plaza del pueblo se reunieron los niños de esa pequeña ciudad y Simón no dudo, comenzó a contarle historias como las del abuelo, pero las suyas con Esperanza, sobre el viejo, el viento, la mar y esa barca chiquita que permite soñar, solo hay que creer amiguitos y Esperanza hará lo demás.
Y cuando el viento sopla fuerte en la mar, los niños cantan esta canción:
—¡Vamos, barca chiquita… vuela, danza al viento, rápida, veloz!
Zozobra el viento cuando navegas,
aquella barca chiquita.
Velas guardadas para la orzada,
desplegadas para arribadas.
Surca el viento galán sin miedo,
en puerto me esperan
calles engalanadas,
estandartes ondean
visten las calles de ornato en primavera.
Mercaderes llegados de otros confines,
acampados en las calles vocean
Plantas, comida, especies, libros,
juguetes, y miles más,
de otros lugares nos muestran
Vamos, nave chiquita….
Vuela, danza al viento rápida, veloz.