Donde el Amor Espera

Rosa caminaba por la playa, sintiendo la arena fría y húmeda bajo sus pies. El sol comenzaba a pintar el horizonte de naranja y violeta, y en ese crepúsculo, mientras las olas susurraban secretos ancestrales, se permitió por primera vez en mucho tiempo volver la vista atrás.

No fue un vistazo fugaz, sino una mirada profunda y serena. Y lo que vio la dejó sin aliento. No era la mujer hecha añicos de hacía años, aquella que creía que las grietas en su alma eran irreparables. Allí, en el lienzo de su vida, no vio la perfección estéril que tanto había perseguido, sino una vibrante y desordenada obra de arte. Una carrera construida con esfuerzo, unos viajes soñados y realizados, un jardín que había aprendido a cultivar, amistades verdaderas forjadas en el fuego de la adversidad. Había sueños cumplidos y otros, nuevos, brotando en el horizonte como semillas esperando su momento.

Sintió entonces la calidez de una mano que envolvía la suya. Era Iván. Caminaba a su lado, en silencio, su presencia era un puerto tranquilo, no un remolcador que la arrastrara. Su ritmo era lento, meditativo, y él no apresuraba el paso. Rosa a veces cojeaba, cargando el peso invisible de sus propias exigencias, e Iván no juzgaba. Solo ajustaba suavemente su paso., un ancla silenciosa en la marea de su inquietud.

Ella era su propio y más severo capataz. «Un poco más», se decía, «tienes que dar un poco más. Falta pulir esto, lograr aquello, ser mejor, ser más». La voz en su interior era un látigo implacable.

Iván nunca decía nada. No le ofrecía soluciones ni discursos motivadores. No intentaba quitarle esa carga de los hombros. Su amor no era una herramienta de reparación, sino un testimonio. La miraba con una ternura que desarmaba todas sus batallas, una mirada que decía, sin palabras: «Estás bien así. Ahora. En este preciso instante».

Un día, después de un momento particularmente agotador de autoflagelación por un error minúsculo, Rosa lo miró, buscando en sus ojos decepción o, peor aún, lástima. Solo encontró una calma profunda y un amor inquebrantable.

Y fue en ese silencio compartido, en la presión serena de su mano, donde finalmente la comprensión floreció en su pecho como una flor después del invierno.

Él no camina a mi lado para que yo me convierta en alguien digno de ser amado.
Camina a mi lado porque ya me ama.
Su amor no es la meta; es el camino.
No es el premio por ser perfecta; es el regalo para quien soy ahora.

La revelación no fue un trueno, sino un amanecer. Una paz dulce y expansiva le susurró al oído del alma: «Basta. Ya es suficiente».

Dejó de mirar el horizonte lejano donde supuestamente estaba la «Rosa perfecta» y se miró a sí misma, aquí, en la playa, con la mano de Iván en la suya, con una vida llena de logros reales y amor verdadero.

No era perfecta. Era suficiente. Y ser suficiente, descubrió, era un tipo de perfección mucho más cálida y real.

Al girarse hacia Iván, una sonrisa genuina, libre del peso de la exigencia, iluminó su rostro. Él le sonrió de vuelta, sin sorpresa, como si hubiera estado esperando todo este tiempo a que ella llegara a la misma conclusión a la que él había arribado hacía ya años.

Y siguieron caminando, juntos, sobre la arena que las olas acariciaban, construyendo una vida no de perfección, sino de resiliencia, amor propio y la quieta, poderosa certeza de que lo que se tiene, ya es suficiente.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *