
Víctor no era un gato, era un torbellino con bigotes y patitas de terciopelo atigrado, gris marengo. Su misión en la vida, más allá de dormir en el lugar más incómodo posible (generalmente mi teclado del ordenador), parecía ser desafiar las leyes de la física y la paciencia humana. Su obsesión: el gran armario del pasillo. No bastaba con esconderse entre los abrigos; tenía que abrir los cajones, uno tras otro, con una destreza sospechosamente humana. Ropa interior, calcetines, documentos olvidados… todo era examinado, removido y, a menudo, «reubicado» en rincones inverosímiles. «¡Víctor, sal de ahí!» era el estribillo constante de mis días.
Hasta que un día, el silencio fue demasiado denso. No había sonido de garras arañando madera, ni el leve «clic» de un cajón cediendo. Víctor había desaparecido. Lo busqué debajo de las camas, tras los sofás, incluso en la lavadora (por si las moscas). Nada. Solo quedaba el armario, sus puertas entreabiertas como una burla muda. Con el corazón encogido, me acerqué. Dentro, el caos habitual: un cajón del fondo, el más alto y pesado, estaba abierto de par en par, más de lo que las patitas de Víctor podrían lograr. Un frío inusual emanaba de su interior, un frío que no pertenecía a nuestra casa ni a nuestro verano.
Sin pensarlo, me metí. No fue como empujar ropa; fue como atravesar una cortina de agua helada. Tropecé, y en lugar de caer sobre suéteres, aterricé en una superficie crujiente y blanca. Nieve. El aire me golpeó, un viento cortante que olía a pino y a algo metálico, como hierro viejo. Estaba en un bosque de árboles esqueléticos cubiertos de escarcha reluciente, bajo un cielo perpetuo de un gris plomizo. El frío calaba hasta los huesos. Recordé a Narnia, sí, pero esto era diferente. Más áspero, más silencioso, y con una sensación de opresión que pesaba en el pecho.
Un movimiento entre los árboles helados. Figuras ágiles, sigilosas, con capas oscuras que ondeaban contra el blanco. Gatos. Pero no como Víctor. Estos eran más grandes, sus ojos brillaban con una inteligencia fría y calculadora, y llevaban en sus lomos unas extrañas monturas rígidas, como de hielo tallado. Patrullaban con una disciplina militar inquietante. Me escondí detrás de un tronco enorme, el corazón latiéndome en la garganta.
«¡Psst! ¡Humana!»
El susurro provenía de arriba. Alcé la vista. En una rama baja, medio oculto por una capa de nieve colgante, estaba Víctor. Pero no mi Víctor revoltoso. Este Víctor tenía una mirada aguda, seria, y llevaba una diminuta bufanda gris anudada al cuello.
«Víctor… ¡hablas!»
«En este lugar intemporal, todos los gatos hablamos. Es la única ventaja de este reino congelado del horror», respondió, bajando ágilmente hasta mi hombro. Su peso familiar, pero su voz grave y extraña, me estremeció. «Bienvenida a la Tierra de Milhojas de Nata… o lo que queda de ella».
Me contó la verdad mientras nos escondíamos en una grieta de hielo. La Reina Casandra, la Dama de Hielo, había surgido de las profundidades de los glaciares eternos. Su ejército, compuesto por los gatos más despiadados y ambiciosos de todos los universos felinos, había conquistado este mundo otrora próspero. Lo primero que hicieron: exterminar a todos los ratones. No por placer, sino por estrategia. «Sin ratones», explicó Víctor con amargura, «los habitantes perdieron su principal fuente de alimento, su compañía, e incluso parte de su equilibrio. Se volvieron dependientes… de ella».
Los habitantes, seres pequeños y de piel azulada como el hielo profundo, los Milhojanos (así los llamaba Víctor con cariño, recordando su amor por ese postre), vivían aterrorizados. La Reina Casandra los trataba como apestados, menos que ciudadanos. Les había robado sus oficios: los hábiles talladores de hielo ya no podían crear sus hermosas esculturas, los tejedores de escarcha no podían hilar sus telas brillantes, los pasteleros (los que daban nombre a la tierra) tenían prohibido hornear. En su lugar, eran esclavos. Excavaban minas de cristal helado para la Reina, limpiaban sus palacios de hielo negro, transportaban cargas inhumanas bajo el látigo virtual de las miradas gélidas de los guardias felinos.
«Todo el beneficio va a sus arcas», susurró Víctor, sus ojos dorados ardiendo de indignación. «Les exige ‘danceles de paso’ por respirar su aire, por caminar sobre su nieve… impuestos absurdos que los mantienen en la miseria y el miedo constante. Los gatos del ejército viven como señores, alimentados por el sudor y el hambre de los Milhojanos».
Me mostró una aldea cercana, escondida entre pinos helados. Las casas, antes quizás acogedoras, eran ahora chozas destartaladas. Los Milhojanos, encorvados, con ropas harapientas y miradas vacías, arrastraban bloques de hielo bajo la atenta vigilancia de un enorme gato siamés con una espada de cristal en el lomo.
«¿Y tú, Víctor? ¿Qué haces aquí?» pregunté, acariciando instintivamente su cabeza.
Una chispa de su antigua travesura brilló en sus ojos. «Yo… me estoy infiltrando. Llevo semanas observando, aprendiendo sus rutinas, sus puntos débiles. Ellos solo ven a un gatito gris atigrado más, quizás un poco torpe, un poco curioso. Perfecto para un espía». Se enderezó con determinación. «Quiero ayudar a liberar a la Tierra de Milhojas de Nata. Necesito información, necesito saber cómo derrotar a Casandra desde dentro. Pero no puedo hacerlo solo, humana. Necesito que seas mis ojos y oídos fuera del palacio, que contactes con la resistencia Milhojana».
Miré a mi gatito, al revoltoso que abría cajones, transformado en un héroe clandestino en un mundo de hielo y tiranía. El frío era intenso, el peligro real, pero el brillo en sus ojos era más cálido que cualquier sol. El armario ya no era solo un mueble; era un portal a una lucha por la libertad, y mi travieso Víctor, su improbable esperanza.
«Cuenta conmigo, espía de bigotes», dije, sintiendo una extraña mezcla de miedo y orgullo. «Dime qué debo hacer. Por la Tierra de Milhojas de Nata… y por traerte de vuelta a casa, lejos de esta reina de hielo». Víctor ronroneó, un sonido bajo y lleno de propósito, muy diferente a su ronroneo de siesta. La misión había comenzado.
Haber que le depara la próxima misión?
Buen comienzo para este cuento, te esperamos Elena. Enhorabuena!!