El Codo de Metal

La primera vez que cayó, no gritó. Solo palideció, apretó los dientes y sintió cómo el dolor le subía por el brazo como una corriente eléctrica, quemándole los nervios, haciéndole ver estrellas detrás de los párpados. Pero no dijo nada.
Los primeros días, tras la caída, el dolor parecía lejano, adormecido por el shock, por la incredulidad. Después vino la operación, los calmantes, la niebla artificial que lo suavizaba todo. El médico le colocó la férula, le habló de fracturas, de tiempos de recuperación, de paciencia. Ella asintió en silencio. Pero cuando la puerta de la clínica se cerró tras ella, algo empezó a hervirle dentro, algo que no era solo el dolor punzante del hueso quebrado, sino otra cosa más profunda, más oscura.
Las semanas pasaron, los medicamentos dejaron de surtir efecto, y la férula se convirtió en un corsé de metal, en una prisión que le recordaba, cada vez que intentaba moverse, que su cuerpo ya no era suyo. El dolor regresó. Y con él, la impaciencia. Ya no era el sufrimiento lo que la quebraba, sino la rabia. La rabia de no poder levantar una taza sin que el metal le recordara su fragilidad. La rabia de ver cómo los días se arrastraban mientras su cuerpo se negaba a sanar al ritmo de su desesperación.
Entonces empezaron los rugidos. Eran alaridos sordos, nacidos en las entrañas, desgarrados entre la rabia y la impotencia. No lloraba, no gemía: rugía. Como una fiera enjaulada, como algo que se niega a aceptar los barrotes. Gritos ahogados contra la almohada, maldiciones entre dientes, golpes al vacío con su brazo sano.
Hasta que una noche, entre lágrimas y furia, tomó un cuaderno. No con delicadeza, sino a dentelladas, como si el papel fuera un enemigo al que debía vencer. Las palabras salieron torrenciales, afiladas, como cuchillos clavándose en el papel. Escribió sobre el dolor, sobre la furia que le hervía la sangre, sobre la carne traicionera que no sanaba. Escribió sobre la impotencia, sobre el miedo a no volver a ser quien era.
Por un momento, mientras la tinta corría, el fuego interno se calmaba. Pero era un engaño, un espejismo. La escritura no curaba. Solo amortiguaba el golpe, como un colchón entre ella y el abismo.
Sin embargo, poco a poco, entre rugidos y tinta, descubrió que no estaba escribiendo solo para gritar, sino para reconstruirse. Las letras se convirtieron en puentes, en vendas nuevas. El dolor no desapareció, pero ahora tenía compañía: su propia voz, fuerte y rota, pero viva.
Y supo entonces que, aunque el codo de metal nunca dejaría de pesar, sus palabras serían el contrapeso.
Porque el dolor no se va. Solo se transforma. Y tal vez, después de todo, la rabia también podía aprender a cicatrizar.

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