El futuro en los ojos de María

—Papá, ¿qué será del hombre cuando yo sea mayor? —preguntó María, sentada en el borde de la ventana, observando el cielo teñido de un naranja opaco. Álvaro, su padre, dejó el libro que sostenía y la miró con una mezcla de ternura y preocupación. 

—¿Por qué lo preguntas, cariño? —dijo, acercándose a ella. 

María señaló hacia afuera, donde el río que alguna vez fue cristalino ahora arrastraba consigo espumas grises y desechos que brillaban bajo la luz del atardecer. 

—Mira, papá. El agua ya no canta como antes. La gente dice que está enferma, como el mundo. Y en la escuela, la maestra nos habló de las guerras, de los niños que no tienen comida… —sus palabras se quebraron, pero sus ojos, grandes y oscuros, mantuvieron la firmeza de quien busca respuestas. 

Álvaro suspiró, buscando las palabras adecuadas. Sabía que no podía endulzar la realidad, pero tampoco quería robarle la esperanza. 

—El hombre, María, es como el agua de ese río. A veces se ensucia, se contamina, pero siempre busca la manera de fluir, de limpiarse. Sí, hay guerras, hambre, y el mundo parece estar lleno de sombras. Pero también hay personas que luchan por cambiarlo, que siembran árboles donde solo hay tierra seca, que comparten su pan aunque les falte. 

María lo miró, pensativa. 

—¿Y qué puedo hacer yo, papá? Soy solo una niña. 

Álvaro sonrió, acariciando su cabello. 

—Tú ya lo estás haciendo, María. Al preguntarte, al preocuparte, al mirar el mundo con esos ojos que no se conforman. El futuro no es algo que simplemente sucede; es algo que construimos todos los días. Y tú, con tu curiosidad y tu corazón, ya estás poniendo tu ladrillo en ese camino. 

María asintió lentamente, volviendo su mirada hacia el río. 

—Entonces, tal vez cuando yo sea mayor, el agua volverá a cantar. 

—Tal vez —respondió Álvaro, abrazándola—. Y si no, tú seguirás cantando por ella. 

Y en ese momento, bajo el cielo anaranjado, María sintió que el futuro, aunque incierto, no estaba perdido. Porque mientras hubiera preguntas, mientras hubiera manos dispuestas a trabajar y corazones dispuestos a amar, el hombre encontraría su camino. 

—Gracias, papá —susurró María, apoyando su cabeza en el hombro de Álvaro. 

Y juntos, padre e hija, contemplaron el horizonte, donde el sol se despedía, dejando atrás un día más y sembrando la promesa de un nuevo amanecer.

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