
En las montañas más altas, donde las nubes acarician los picos nevados, existía una aldea llamada Luz Serena. Sus habitantes vivían en paz, cultivando la tierra y elevando plegarias al cielo cada atardecer. Pero una oscuridad antigua comenzó a despertar en las grietas de la tierra: sombras susurrantes que robaban la esperanza de los corazones y enfriaban la fe con dudas.
Una niña llamada Elisa, de cabellos como el trigo maduro, fue la primera en notarlo. Las flores marchitaban antes de tiempo, las campanas de la iglesia sonaban con menos fuerza y algunos aldeanos comenzaron a encerrarse por las noches, temiendo algo que no podían nombrar.
—Abuelo, ¿por qué ya no cantan los pájaros por la mañana? —preguntó Elisa, mirando hacia el bosque oscurecido.
—Porque el miedo se ha instalado entre nosotros —respondió el anciano con tristeza—. Solo una luz poderosa puede devolver la paz.
Esa misma noche, Elisa soñó con un guerrero vestido de armadura blanca, con una espada que brillaba como el sol y alas extendidas que parecían hechas de relámpagos. Él le dijo: «Cuando la fe es fuerte, incluso el más pequeño puede llamar a la puerta del cielo».
Al despertar, supo lo que debía hacer. Tomó el viejo crucifijo de plata de su abuela, encendió una vela en la iglesia vacía y, de rodillas, pronunció con voz firme:
—San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la maldad y asedios del enemigo.
De repente, un viento limpio barrió la aldea. Las sombras retrocedieron como serpientes heridas, y en lo alto, sobre el campanario, apareció la figura de su sueño: Miguel, con su espada levantada. No luchó con ira, sino con una determinación tan pura que iluminó cada rincón del valle.
—No temáis —dijo su voz, que sonó como cien campanas al viento—. Yo soy el que sirve al Bien, y donde hay fe, el mal no puede permanecer.
Con un solo movimiento de su espada, un rayo de luz dorada cortó la oscuridad, disolviéndola en polvo de estrellas. Las flores brotaron de nuevo, las campanas repicaron solas y la gente salió de sus casas con lágrimas de alegría.
Desde entonces, en Luz Serena se celebra cada 29 de septiembre encendiendo velas azules y blancas, los colores de Miguel. Y cuentan que, si miras al cielo al atardecer, a veces puedes ver el reflejo de su espada protegiendo a los que creen con el corazón.