
En el sueño, camino sobre un lago de obsidiana,
donde el frío es un espejo que devuelve mi sombra.
Pero bajo la superficie, duermen semillas de azahar,
raíces de un verano que nunca conoció la nieve.
Mi mano, un pájaro tembloroso,
cose con hilos de luna una bandera de musgo.
La iza en el mástil de mi costado,
y su verde cancela el rojo de la herida.
Veo la cicatriz, un río de plata fosforescente,
y bebo de sus aguas un perdón sin sabor a palabras.
La vida es un diente de león que un soplo deshace,
y sin embargo, su astilla de luz perfora la negrura.
No borro las pisadas que me trajeron hasta aquí,
cada una es un eco que talla la geografía de este sueño.
Pero me envuelvo en la piel del sol que guardo en las entrañas,
una manta de grillos y trigo contra el viento que hiela.
A pesar de que la memoria es una ciudad en ruinas,
y el cansancio, una losa de granito sobre los párpados,
una voz de savia antigua repite en la oscuridad:
“Respira, que la noche es solo un párpado cerrado”.
Y en el centro del pecho, un panal de luz dorada
zumba su canción invencible.
Es el verano soñado, la colmena del alma,
cuya miel nos levanta, ingrávidos, hacia un amanecer que ya somos.