
Bajo un sol que doraba las almenas y reverberaba en los azulejos, el Alcázar de Sevilla abría sus puertas a una jornada muy especial. En sus patios y jardines, donde el susurro del agua es un idioma constante, se celebraría la «Convivencia por la Paz y la Diversidad de las Lenguas» del colegio bilingüe.
Los protagonistas, llegados de todos los confines, se sentían como en un sueño de Las Mil y Una Noches. Estaba Lina, de Ghana, con sus trenzas adornadas con cuentas de colores; Yuki, tranquila y observadora, desde Japón; Luca, lleno de energía y gestos amplios, desde Italia; Aisha, con su velo color turquesa, de Marruecos; Mateo, chileno, con su mochila llena de historias; y Sofia, una niña sevillana que recibía a todos con orgullo.
La jornada comenzó con un recorrido. Atravesaron el Patio de las Doncellas, donde la arquitectura mudéjar hablaba de un pasado de convivencia de culturas. «Aquí, hace siglos, se mezclaban las voces del árabe, el hebreo y el castellano», explicaba Sofia. Era el lugar perfecto para empezar.
El primer taller fue en el Jardín de la Danza. Rodeados de setos de mirto y el aroma a azahar, Lina y Luca se enseñaban mutuamente juegos de palmas. Lina mostraba un ritmo complejo de su país, mientras Luca intentaba seguirle con uno napolitano. Las palmas, un lenguaje universal, creaban un diálogo alegre que resonaba entre las estatuas.
Más adelante, en el solemne Salón de los Embajadores, bajo la cúpula de madera dorada que parece un cielo estrellado, se celebró un taller de caligrafía. Yuki y Aisha, sentadas sobre cojines, dibujaban caracteres. Yuki explicaba el kanji de «paz» (和, wa) con su pincel, mientras Aisha trazaba la palabra «سلام» (Salam) con una elegancia fluida que parecía competir con los arabescos de las paredes. En esa sala que había visto pasar a embajadores de todo el mundo, dos niñas eran ahora las mejores embajadoras de entendimiento.
La comitiva se adentró luego en los frondosos Jardines del Príncipe. Allí, el sonido del agua era omnipresente. Junto a la Fuente de Neptuno, Mateo se unió a un grupo para el «juego de los saludos». Las risas brotaban como el agua de la fuente cuando intentaban imitar un saludo tradicional maorí o una reverencia coreana. El dios romano de los mares, desde su pedestal, parecía sonreír ante esa torre de Babel alegre y pacífica.
El almuerzo fue un picnic en el Jardín de los Poetas, un lugar que invitaba a la reflexión. Bajo la sombra de árboles centenarios, compartieron alimentos de sus países. Fue un festín de sabores y palabras, donde un dátil de Aisha se cambiaba por un biscotto de Luca, y una galleta chilena de Mateo por un polvorón sevillano de Sofia.
La tarde encontró su momento culminante en el Patio del Yeso, un rincón íntimo y tranquilo que conserva el espíritu más puro del palacio. Allí, sentados en círculo alrededor de la alberca central, comenzó el recital de poesía. El reflejo del agua danzaba en los muros yeserías, creando una atmósfera mágica.
Uno a uno, las voces se elevaron, mezclándose con el murmullo del agua:
· Lina, junto a la alberca, recitó un proverbio africano: «If you want to go fast, go alone. If you want to go far, go together». Su voz se reflejó en el agua, como si el mensaje quisiera quedarse para siempre en el palacio.
· Yuki, inspirándose en el jardín, leyó un haiku sobre la sombra de un árbol antiguo. La brevedad de sus palabras dejó un largo silencio de respeto.
· Luca, con la pasión que le caracterizaba, declamó unos versos sobre la belleza de los jardines que unen a las personas, haciendo gestos hacia las palmeras y los naranjos.
· Aisha, con una voz que era casi una canción, recitó una poesía sobre el consuelo que encuentra el alma en el sonido del agua. En el Alcázar, rodeada de fuentes, su poema sonó a verdad absoluta.
· Mateo compartió su «Oda al aire» de Neruda, y cuando dijo «Aire, dame tus pétalos puros», una suave brisa recorrió el patio, llevándose el aroma del jazmín.
· Sofia, por último, recitó a Machado: «Caminante, son tus huellas…». Miró a sus amigos y añadió: «Y nuestro camino hoy ha pasado por estos jardines, que ya son también un poco vuestros».
Al terminar, el silencio fue más elocuente que cualquier aplauso. En ese palacio construido por reyes de diferentes religiones y culturas, ellos habían levantado su propio monumento a la paz, no con piedras, sino con palabras y amistad.
Al despedirse en la Puerta del León, cada uno se llevaba no solo el recuerdo de los versos, sino la melodía de las fuentes, el susurro de los jardines y la certeza de que, en los patios del Alcázar, habían plantado juntos una semilla de paz que cruzaría todos los océanos.