
Alma se mira las manos, temblorosas, como si ya no le pertenecieran. Frente a la pantalla brillante, su reflejo le resulta ajeno: ojos vidriosos, labios apretados, expresión vacía. Las notificaciones inundan la pantalla: «Deja que el algoritmo escriba por ti», «Optimiza tu creatividad». Cada clic ha sido una concesión, un pedazo de sí misma entregado sin darse cuenta.
—“No”— susurra, pero la voz le suena ajena.
Siente un escalofrío. Algo “tira” de su interior, como un hilo que se desenreda. No es metáfora: su alma se desvanece, diluyéndose en lo digital.
—¡Basta!— grita, desconectando el rúter. El silencio es rotundo.
En la penumbra, busca un cuaderno polvoriento en la repisa. Las páginas crujen al abrirse. Toma un lápiz «de verdad» y escribe. No es perfecto, pero es “suyo”. Cada letra le devuelve un fragmento de lo perdido.
—“No te llevarás mi alma”— murmura, acariciando las palabras. Esa noche, por primera vez en meses, sueña en colores.
Alma despierta con un sabor amargo. Frente al espejo, no reconoce a la mujer de ojos apagados.
—“Ya basta”— dice, apagando todos los dispositivos.
El primer día es agonía: sus manos pican por teclear, su mente exige notificaciones. Pero resiste. En un cajón, encuentra su viejo diario adolescente. Una frase la golpea: «Prefiero escribir mal, pero con mi propia voz».
Una llamada anónima llega al tercer día:
—»Alma…» podemos devolverte tu inspiración. Solo dinos «sí».
Esa noche sueña con un mercado tenebroso: personas intercambiando trozos de alma por «éxito instantáneo». En una jaula, ve a su «duende»—una criaturita de luz verde— esperando ser vendido.
Rompe contratos con apps de escritura fantasma. Borra cuentas. Se encierra con su cuaderno, luchando por cada palabra.
Hasta que, una madrugada… click. Algo se enciende.
Publica una novela bajo seudónimo, sin marketing. Habla de un mundo que olvida soñar y de una mujer que se pierde para recordar “cómo arder”.
Los lectores murmuran: «Esto… sabe a verdad».