El Latido del Calor y la Caída del Espejo

Cuarta Parte:

El grito de Víctor resonó en mi mente como un eco helado, una herida abierta en el alma que el viento cortante de la Grieta del Suspiro no podía congelar. El fragmento de espejo negro en la mano de Lira ardía con un frío que ahora sentía personal, un vínculo directo al horror que acababa de consumir a mi gatito. «¡Tenemos que ir al palacio! ¡Ahora!» Mi voz sonó ronca, desesperada, pero cargada de una urgencia que no admitía discusión.

Kael y Lira intercambiaron una mirada. El terror en sus ojos azulados luchaba con la determinación que Víctor había encendido. «La Grieta…», comenzó a decir Kael, mirando con angustia el abismo palpitante.

«¡Es ahora o nunca, tallador!», lo interrumpió Lira, su voz como el chasquido del hielo al romperse. «Si Casandra usa a Víctor para abrir el camino a su mundo… ¿qué importará la Grieta? ¡Todo se perderá, aquí y allá!» Agarró el fragmento de espejo. «Esto… siento su dolor, su frío. Pero también… siento un hilo. Un hilo muy débil, caliente. Como un ronroneo lejano.» Sus dedos temblaban, pero no soltaban el cristal negro. «Puede guiarnos. Hasta él. Hasta el espejo.»

Fue una carrera contra el tiempo y el frío que paraliza el alma. Usando rutas secretas que solo los milhojanos conocían, atravesamos paisajes desolados bajo un cielo cada vez más oscuro, como si la propia tierra presintiera el cataclismo. El fragmento de espejo en la mano de Lira era nuestra brújula, palpitando con una frecuencia irregular: un latido de frío desgarrador seguido de un tenue, brevísimo pulso de calor. Cada pulso cálido era un cuchillazo de esperanza. Víctor. Resistía.

Dentro de la oscuridad líquida del espejo, Víctor flotaba (o más bien, se hundía) en un vacío sin tiempo ni gravedad. No era la oscuridad del sueño, sino una nada consciente, fría y pegajosa que intentaba disolverlo. Casandra lo había convertido en un ancla viva, un puente forzado entre el mundo gélido de Milhojas y el cálido hogar del que provenía. Sentía cómo su propia esencia, sus recuerdos de sol en el sofá, del olor a galletas recién horneadas, del sonido de mi voz llamándolo, eran succionados, destilados en una energía pura y cálida que alimentaba el espejo negro. Ese calor era la llave que Casandra necesitaba para estabilizar el portal y hacerlo transitable para su ejército.

Pero Víctor era más que un montón de recuerdos cálidos. Era terquedad con patas. Era el gato que abría cajones imposibles. Con cada fragmento de calor que le arrancaban, se aferraba con más fuerza al recuerdo más poderoso: el momento en que lo rescaté de la calle, pequeño, mojado y temblando, envolviéndolo en mi suéter más viejo y cálido. Ese primer contacto, esa primera sensación de seguridad y calor absoluto, se convirtió en su fortaleza interna. Lo envolvió como un escudo mental, un ronroneo sordo y constante que resonaba en la nada, desafiando la disolución. «Humana…», pensaba, concentrando toda su voluntad en ese recuerdo fundacional. «Mi humana…»

Llegar al Palacio de Espejismos fue solo el primer obstáculo. Las defensas estaban alertadas. Los Colmillos de Hielo patrullaban con redoblada ferocidad. Pero la resistencia milhojana, avisada por nuestros jóvenes guías que habían corrido como el viento helado, estaba lista. No con armas convencionales, sino con sus oficios prohibidos.

Mientras un grupo de valientes distraía a los guardias en la puerta principal con un estruendo fabricado con herramientas de minería, nosotros, guiados por el pulso cada vez más fuerte del fragmento de espejo, nos colamos por un conducto de ventilación tallado en el hielo. Adentro, el palacio era una pesadilla de belleza gélida: pasadizos de hielo pulido que reflejaban distorsionadas, estatuas de gatos guerreros de cristal facetado, y un silencio ominoso solo roto por el crujido lejano del hielo y el eco de nuestras pisadas apresuradas.

El fragmento nos llevó directamente a la Galería de los Espejos Sombríos. Era una sala larga y alta, iluminada por una luz fría y mortecina que emanaba de las paredes mismas. Decenas de espejos negros, como ojos ciegos y hambrientos, se alineaban a ambos lados. En el centro de la sala, dominándolo todo, estaba el Gran Espejo. Más alto y ancho que los demás, su marco era una maraña de cristales de corazón helado que palpitaban con una luz siniestra, azulada. Y frente a él, de espaldas a nosotros, estaba Casandra. Su figura esbelta irradiaba poder y una concentración absoluta. Extendía sus manos enguantadas hacia el espejo, de cuyas profundidades oscuras emanaba ahora un zumbido grave, vibrante, como el motor de un gigante de hielo despertando.

Del espejo, atrapado en un torbellino de sombras apenas visibles, se proyectaba una figura pequeña, blanca y negra, retorciéndose en silencio: Víctor. Su imagen era fantasmal, translúcida, pero el sufrimiento en sus ojos dorados, clavados en la nada (¿o en algo más allá del espejo?), era tangible.

«¡ALTO, CASANDRA!» grité, corriendo hacia el centro de la sala, mi voz rompiendo el hechizo de concentración de la Reina.

Ella se giró lentamente. No mostró sorpresa, solo un desdén infinito. «La humana. Y los apestados. Justo a tiempo para presenciar el amanecer de una nueva era de orden.» Su mirada glacial se posó en el fragmento que sostenía Lira. «Ah. Trajiste un recuerdo. Qué conmovedor. Pronto será irrelevante.»

«¡Suéltalo!» rugió Kael, su voz cargada de una rabia ancestral. «¡Estás destruyendo nuestro mundo para alimentar tu locura!»

«Mi mundo», corrigió Casandra, con una calma aterradora. «Y pronto, todos los mundos. Este pequeño ancla…», señaló la imagen atormentada de Víctor, «… es el catalizador perfecto. Su conexión con ese lugar tibio y débil es… deliciosamente fuerte.» Un hilo de energía cálida, dorada y tenue como un hilo de araña, fluía desde la imagen de Víctor hacia las manos de Casandra, alimentando el marco del Gran Espejo. El zumbido aumentó. En la superficie negra, las imágenes empezaron a definirse: era el salón de mi casa, visto desde el interior del armario entreabierto. Se veía mi sofá.

Lira no dudó. Con un grito de desafío, lanzó el fragmento de espejo negro que sostenía. No hacia Casandra, sino hacia la imagen de Víctor en el Gran Espejo. «¡VÍCTOR! ¡AGÁRRATE A ESTO! ¡AGÁRRATE AL CALOR!»

El fragmento voló como una estrella negra. Al tocar la superficie del Gran Espejo, no se rompió. Se fusionó. Y en ese instante, dos cosas ocurrieron simultáneamente:

  1. El recuerdo fundacional: El fragmento, cargado con la esencia del borde de la Grieta y sostenido por Lira, llevaba también el eco del calor que ella había sentido: el recuerdo de Víctor del momento del rescate, amplificado por la desesperación de todos nosotros. Al fusionarse, ese calor estalló contra la oscuridad que succionaba a Víctor.
  2. La voz del otro lado: En el salón de mi casa, inconsciente de la batalla interdimensional, pero con el corazón encogido por una ausencia de días, yo llamé. Con toda la fuerza de mi miedo y mi amor: «¡VÍCTOR! ¡GATITO, VUELVE A CASA!»

Fue como una descarga. Víctor, atrapado en la tormenta de sombras, oyó. Su imagen en el espejo se tensó. Sus ojos, perdidos, se enfocaron de repente, no en la nada, sino en mí, en la imagen del salón que el espejo mostraba. Y de su pecho, un sonido brotó, débil al principio, luego creciente, imparable: Un ronroneo. No el ronroneo de satisfacción, sino el ronroneo de batalla, profundo, vibrante, lleno de una determinación feroz y un amor incondicional. El sonido físico del ronroneo no existía allí, pero su energía, su calor puro y salvaje, sí.

El ronroneo de Víctor chocó contra el flujo de energía fría que Casandra canalizaba. El hilo dorado de calor que la alimentaba se convirtió de repente en un torrente incontrolable, pero hacia Víctor, no hacia ella. La imagen del gato en el espejo se hizo más sólida, menos fantasmal. Él estaba luchando para volver, usando el puente que Casandra había creado… pero en dirección contraria.

«¡NO!» gritó Casandra, por primera vez con un atisbo de pánico en su voz gélida. Intentó cortar la conexión, pero el poder del ronroneo combinado con el impulso del fragmento y el llamado desde el otro lado era demasiado fuerte. El Gran Espejo empezó a vibrar violentamente. Las venas azules de luz en el marco de cristal de corazón helado parpadearon de forma errática y luego empezaron a agrietarse.

«¡El marco! ¡Destruyan el marco!» gritó Kael, comprendiendo antes que nadie. Agarró una de sus herramientas de tallador, un cincel de hielo afilado que había escondido, y se lanzó hacia el enorme espejo. Lira lo siguió, sus dedos ágiles encontrando las fisuras que se propagaban.

Casandra rugió, lanzando un látigo de escarcha pura hacia ellos. Pero yo estaba más cerca. Sin pensarlo, salté, interponiéndome. El látigo me golpeó en el brazo, un dolor agudo y congelante que me hizo gritar, pero desvió el golpe mortal. Caí al suelo de hielo, viendo estrellas de dolor.

Fue el tiempo suficiente. Kael, con un grito que mezclaba rabia y dolor por la profanación de su arte, hundió el cincel en la unión más grande del marco. Lira arañó y golpeó con sus manos desnudas, rompiendo fragmentos más pequeños. Con un estruendo como el de un glaciar colapsando, el marco de cristal de corazón helado del Gran Espejo estalló.

La explosión no fue de fuego, sino de frío absoluto y energía descontrolada. Una onda de choque helada nos barrió a todos, enviándonos a volar por la sala. Los otros espejos negros se hicieron añicos, estallando en mil fragmentos oscuros que se evaporaron como humo negro antes de tocar el suelo.

Cuando el polvo de hielo (y oscuridad) se asentó, el Gran Espejo ya no existía. Solo quedaba un hueco negro y humeante en la pared. Y en el suelo, en medio de los escombros helados, temblando, pero sólido, real, con su pelaje blanco y negro erizado y sus ojos dorados muy abiertos, estaba Víctor. Su pequeña bufanda gris, milagrosamente intacta, ondeaba levemente.

«Víctor!» Gateé hacia él, ignorando el dolor punzante en mi brazo congelado. Lo abracé con fuerza, enterrando mi rostro en su pelaje. Estaba frío, muy frío, pero allí. Ronroneaba débilmente, un sonido tembloroso pero real, lleno de alivio y agotamiento.

Al otro lado de los escombros, Casandra se incorporaba. Su imponente figura estaba ahora agrietada, literalmente. Finas líneas, como las de un cristal golpeado, recorrían su armadura y su piel helada. Su mirada, antes de hielo implacable, mostraba ahora rabia, sí, pero también… ¿confusión? ¿Desconcierto? El poder que la sostenía, el de los espejos y el cristal de corazón helado, se había quebrado con el marco.

«Esto… no es el fin», farfulló, su voz quebrada, menos poderosa. «Otros espejos… otros caminos…». Pero su voz se perdió. Sin mirarnos, dio media vuelta y se desvaneció entre una cortina de escarcha repentina que surgió del suelo, dejando solo un frío residual y la sensación de una amenaza herida, no muerta.

La batalla había terminado. Por ahora. El portal estaba cerrado. Víctor estaba a salvo.

Ayudamos a Kael y Lira a levantarse. La sala de los espejos estaba destruida, pero afuera, el sonido de la batalla amainaba. La resistencia, al ver el estallido de energía y la huida de su Reina, había redoblado sus esfuerzos, y sin el poder absoluto de Casandra para sostenerlos, la moral de los Colmillos de Hielo se quebró. Muchos huyeron hacia los glaciares, otros se rindieron.

Llevamos a Víctor, aún débil y temblando, pero vivo, fuera del palacio. La primera luz de un amanecer pálido y frío, pero real, asomaba en el horizonte gris de la Tierra de Milhojas de Nata. No era calor, pero ya no era la oscuridad plomiza de la tiranía.

Kael miró hacia el Tercer Glaciar, invisible desde allí pero presente en su mente. «Sin la extracción salvaje… quizás la Grieta del Suspiro encuentre paz. Tenemos trabajo. Mucho trabajo.» Pero había esperanza en su voz.

Lira se acercó y acarició la cabeza de Víctor, que ronroneaba ahora un poco más fuerte, acurrucado en mis brazos. «El Ronroneador Valiente», sonrió, una sonrisa frágil pero genuina. «Salvó más que un mundo.»

Miré el armario del pasillo en mi mente, ahora solo un mueble otra vez. Pero sabía que la historia no había terminado. Casandra estaba herida, no vencida. Otros espejos negros podrían existir. Y Víctor… mi travieso gatito espía, llevaba ahora la marca del frío y la sombra en su alma, pero también la llama de una batalla ganada.

«Vamos a casa, gatito», susurré, sintiendo cómo el portal que nos traería de vuelta comenzaba a formarse a nuestro alrededor, una sensación de calor familiar envolviéndonos suavemente. «A descansar. A tu sofá cálido.» Víctor levantó la cabeza, miró hacia el palacio en ruinas, luego hacia el amanecer incipiente, y finalmente a mí. En sus ojos dorados, el reflejo del hielo se mezclaba con una chispa de su antigua travesura, ahora templada por el valor.

El primer paso hacia la reconstrucción, aquí y en nuestro mundo, comenzaba con un ronroneo.

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