El Peso Invisible

Estamos en el mes de la Salud Mental. Esta concienciación no debería quedarse en un día o un mes, sino todo el año. Y por eso el sentido de poner en valor este cuento, desde este blog y mi web. Y el de pedir ayuda cuando lo necesite y lo antes posible.

Había una vez, en el corazón de Valencia, una ciudad que bailaba al ritmo de las fallas y dormitaba junto al Mediterráneo, un hombre llamado Mateo. Mateo era el reflejo perfecto del ritmo frenético de los tiempos modernos: despertador estridente, café bebido a prisa, avalancha de correos electrónicos, reuniones que se solapaban como las olas del mar de la Malvarrosa y una pantalla que le hipnotizaba hasta altas horas de la madrugada.

Su vida era una carrera de obstáculos invisible, donde el éxito se medía en productividad y la valía personal en likes y reconocimientos efímeros. La sociedad a su alrededor parecía haberse vuelto más ligera, como decía su abuela. Ligera en moral, donde un compromiso se rompía con un mensaje de texto. Ligera en valores, donde lo rápido triunfaba sobre lo bien hecho. Ligera en educación, donde un grito en las redes sociales ahogaba el diálogo sosegado. Y ligera en aguante, donde la más mínima frustración se convertía en un abismo.

Mateo llevaba una carga de estrés tan pesada que se había fundido con sus hombros, como una mochila de plomo que ya no sabía quitarse. Las noches en su piso del Carmen se le llenaron de un runrún mental, un pensamiento recurrente y venenoso que susurraba: «No vales. No das la talla. Mira a los demás, cómo avanzan. A ti la vida te puede».

Al principio, esos pensamientos eran susurros. Luego, se convirtieron en gritos que ahogaban todo lo demás. La sonrisa se le volvió de cartón piedra, las conversaciones, un teatro. Y la soledad, aún rodeado de gente en la bulliciosa Plaza de la Reina, era su única compañera verdadera. Creía, como muchos, que pedir ayuda era una derrota, un reconocimiento de debilidad en un mundo que premia la fortaleza fingida.

Una tarde, viendo caer la lluvia contra la ventana de la Oficina de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, se derrumbó. El peso era ya insoportable. Recordó entonces las palabras de su madre, años atrás: «Hijo, un barco no se hunde por el agua que le rodea, sino por la que deja entrar». Y él estaba inundado.

Con un nudo en la garganta y temblando, marcó un número. Una voz tranquila al otro lado le escuchó, sin juzgar, sin prisas. Fue el primer paso, el más difícil. Buscar ayuda profesional no fue una rendición; fue el acto de valor más grande que había emprendido. Aprendió que su mente, como un músculo, podía lesionarse con el exceso de carga y la falta de cuidado. Aprendió herramientas para acallar esos pensamientos recurrentes, a darles nombre y a quitarles poder. Descubrió que no estaba solo, que una legión silenciosa de personas luchaba batallas similares en sus propias trincheras mentales.

En España y en el mundo, la historia de Mateo se repite millones de veces. Llevamos una coraza de normalidad mientras, por dentro, la ansiedad, la depresión o el simple desgaste vital corroen nuestros cimientos. Hemos normalizado el sufrimiento en silencio, vestido con una sonrisa.

Y hay que concienciar.

Concienciar de que la salud mental no es un lujo, es una necesidad. Es el pilar fundamental sobre el que se construye todo lo demás: nuestro trabajo, nuestras relaciones, nuestra felicidad.
Concienciar de que el pensamiento recurrente de “no valgo» es una mentira que nos cuenta la enfermedad, no nuestra esencia.
Concienciar que pedir ayuda–al psicólogo, al psiquiatra, a un amigo, a la familia– es un acto de sabiduría y de fortaleza. Es devolverle el timón al capitán del barco en medio de la tormenta.

La vida, en efecto, a veces «puede». Es dura, frenética y a veces injusta. Pero nosotros podemos más. Podemos aprender a nadar en sus aguas turbulentas sin ahogarnos. Podemos construir diques de valores sólidos, de conexión humana verdadera, de pausas conscientes y de compasión, empezando por la que nos debemos a nosotros mismos.

La historia de Mateo no terminó con un «y vivió feliz para siempre». Terminó con un «y aprendió a vivir, con sus días buenos y malos, pero desde la aceptación y el cuidado». Porque la salud mental es el cimiento. Y sobre un cimiento fuerte, se puede construir cualquier cosa, incluso la felicidad.

No estás solo. Si estás mal, pide ayuda. Es el primer paso para reconquistar tu vida.

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