
El Árbol del Equilibrio respiraba con la voz de Lucián. Su rostro, ahora esculpido en la corteza dorada, se contraía en un gemido silencioso mientras las raíces bombeaban savia negra hacia las venas del bosque. Valeria se aferraba a su broche de plata, el último vestigio de su humanidad, mientras las enredaderas bajo su piel danzaban al ritmo de su ira. El agua negra había germinado en sus ojos, convirtiendo su mirada en un pozo de estrellas ahogadas.
La Dama de los Cardos y la Lechuza de Ceniza se enfrentaban en el claro, dos diosas decrépitas cuyas batallas habían moldeado siglos de sufrimiento. La Dama blandía su cuchillo de obsidiana, cortando el aire en arcos de trueno, mientras la Lechuza lanzaba visiones de futuros podridos desde sus plumas de espejo astillado. Cada golpe que intercambiaban hacía sangrar al bosque: los robles lloraban lágrimas de ámbar, y el cielo se desgarraba en tiras de pergamino quemado.
Valeria ignoró su combate. Caminó hacia el árbol y apoyó la frente contra la corteza donde Lucián estaba atrapado.
—¿Puedes oírme? —susurró.
La respuesta llegó como un zumbido bajo sus pies. Las raíces trazaron palabras en el suelo con letras de musgo venenoso: «Corre».
—Ya no —respondió Valeria, clavando sus uñas en la grieta del árbol. La savia dorada quemó sus dedos, pero el dolor era un recuerdo lejano, ahogado por el canto del agua negra.
Dentro del tronco, Lucián luchaba. Su mente estaba entrelazada con las raíces, viendo siglos de hambre del bosque: pueblos devorados, guardianes convertidos en nutrientes, la Dama y la Lechuza siendo alguna vez amantes que plantaron la semilla de este árbol juntas. Él gritó, sin boca, y el árbol retorció sus ramas.
Fuera, Valeria sintió el llamado. El mantra «sangran… sangran…» ya no era una amenaza, sino una invitación. Sacó su navaja y cortó la palma izquierda, dejando que su sangre, ahora irisada como aceite en agua, empapara las raíces.
—Si quieres sangre, toma la mía —desafió al bosque—. Pero devuélveme a él.
El suelo tembló. Las flores carnívoras que habían brotado de la sangre de Lucián se volvieron hacia ella, sus pétalos siseando como serpientes. Valeria no retrocedió. El agua negra en sus venas pulsó, y las plantas estallaron en llamas azules, reducidas a ceniza que olía a lamento.
La Dama, herida por un golpe de la Lechuza, cayó junto al árbol. Su cabello de serpientes de sauce se retorcía en agonía, pero sus ojos brillaban con un triunfo perverso.
—No puedes salvarlo… —tosió, escupiendo savia verde—. El equilibrio exige un guardián… y un sacrificio.
—Equilibrio es otra palabra para cobardía —espetó Valeria. Con un movimiento fluido, arrancó el broche de plata de su chaqueta y lo clavó en el corazón del árbol, justo donde latía la silueta de Lucián.
El grito del bosque fue un coro de mil almas. El Árbol del Equilibrio se partió en dos, y de su núcleo brotó Lucián, medio humano, medio criatura. Su cuerpo estaba cubierto de corteza dorada, el tatuaje de raíces fundido con su piel como una armadura viviente. En su mano derecha, sostenía el broche de Valeria, ahora brillante como un fragmento de luna.
La Lechuza de Ceniza aulló, viendo su reflejo en el metal: no una profecía de victoria, sino su propia muerte, lenta e inexorable. Con un golpe de sus alas, se lanzó hacia Lucián, pero Valeria se interpuso.
—Tú —rugió la Lechuza—. Eres solo un vaso roto.
Valeria sonrió, amarga.
—Los vasos rotos aún pueden cortar.
Con un gesto, las raíces bajo el suelo se alzaron como lanzas, atravesando el cuerpo de la Lechuza. Sus plumas de espejo se estrellaron contra el suelo, mostrando un único futuro ahora: Valeria y Lucián de pie sobre un bosque calcinado, sus manos entrelazadas como raíces, sus ojos brillando con la promesa de un nuevo ciclo.
La Dama de los Cardos, moribunda, arrastró su cuerpo hasta el árbol partido.
—Tonto… —murmuró, tocando la savia que brotaba—. Sin guardián… el bosque…
—Morirá —terminó Lucián, su voz un eco de truenos lejanos—. Y algo nuevo crecerá.
La Dama rió por última vez, desvaneciéndose en un remolino de hojas secas.
Al anochecer, Valeria y Lucián se sentaron entre los restos del árbol. El broche de plata, enterrado en la tierra, comenzó a germinar.
—¿Qué sembraste? —preguntó Lucián, sus dedos de corteza rozando los de ella.
—Algo que duele —respondió Valeria, observando cómo el primer brote, una espina plateada, perforaba la tierra negra—. Pero duele menos que perderlo todo.
En la distancia, el primer pájaro del nuevo bosque cantó. Su plumaje era de ceniza y esperanza.