El Susurro de Alaric

El mundo de Clara, en 1985, era de Walkman, peinados altos y sudaderas de colores neón. A sus dieciséis años, su mayor preocupación era si tendría valor para hablar con Daniel, el chico nuevo de la clase de biología. La vida era, a sus ojos, predecible.

Una tarde, ¡mientras escuchaba a Wham! en su habitación, la luz del atardecer se torció de repente. No fue un ocaso normal; fue como si el sol se hubiera derretido, tiñendo las nubes de púrpura y dorado. Un destello cegador iluminó su ventana, seguido de un suave aleteo que no sonaba a motor de ningún coche.

Clara se asomó, con los auriculares aún colgando del cuello. Y allí, flotando sobre el rosal de su madre, estaba él.

Era más grande que un caballo normal, con un pelaje tan blanco que parecía hecho de luz de luna solidificada. Su crin y cola brillaban con los colores del arcoíris, como si estuvieran tejidas con hilos de aurora boreal. Pero lo más impresionante era el cuerno espiral, de nácar iridiscente, que centelleaba con una luz tranquila. Sus ojos, del color de la amatista más profunda, la miraban con una inteligencia antigua y serena.

—Saluda, Clara —dijo una voz en su mente, no en sus oídos. Era una voz como campanillas de viento.

Clara, lejos de asustarse, sintió una calma extraña. No era una alucinación. Era demasiado real, demasiado presente.

—¿Eres… un unicornio? —logró balbucear, apagando su Walkman.

—Soy Alaric —respondió la voz en su cabeza—. Y sí, soy lo que tu mundo llama un unicornio. Y tú, Clara, eres una Puente.

—¿Un puente? ¿A dónde?

—A la magia —explicó Alaric, posándose con elegancia en la hierba—. Tu generación, la de este tiempo de cambio, tiene la capacidad única de creer. Creéis en la tecnología que nace, pero aún guardáis un espacio para lo imposible. Ese equilibrio es raro y poderoso.

Extendió una de sus alas, que no eran de plumas, sino de algo parecido a seda luminosa.

—Ven. Tu mundo te dice que los sueños son solo sueños. El mío te muestra que son mapas.

Clara, con el corazón latiéndole con fuerza, no lo dudó. Subió al alféizar de la ventana y, con un valor que no sabía que tenía, trepó suavemente sobre el lomo de Alaric. No había silla de montar, solo la calidez de un pelaje que parecía contener estrellas.

—¿A dónde vamos? —preguntó, agarrándose a su crin brillante.

—A ver el mundo como es en verdad —dijo Alaric.

Con un poderoso batir de alas, se elevaron. Pero no volaban solo por el cielo de su ciudad. A medida que ascendían, el mundo comenzó a cambiar. Los edificios grises adquirían destellos de colores donde la creatividad fluía. Los ríos cantaban melodías antiguas, y en los parques, las risas de los niños dejaban estelas de luz dorada a su paso. Vio cómo los cables eléctricos no solo llevaban electricidad, sino también destellos de ideas viajando de una mente a otra.

Era un mundo superpuesto al suyo, una capa de pura maravilla que siempre había estado allí, invisible para los ojos que se negaban a verla.

Volaron sobre bosques donde los árboles susurraban historias, y sobre el mar, donde los delfines trazaron constelaciones líquidas en su honor. Clara rió, una risa libre y pura que no salía de su garganta desde hacía años. Se sentía completa.

—La magia nunca se fue, Clara —dijo Alaric mientras planeaban sobre las nubes teñidas de rosa—. Solo se esconde en los rincones, esperando a que alguien con los ojos bien abiertos la invite a salir. Tú tienes esos ojos.

Antes de que el sol se pusiera por completo, Alaric la depositó de nuevo en su ventana. El mundo volvía a parecer sólido y normal.

—¿Volveré a verte? —preguntó Clara, con un nudo en la garganta.

Alaric rozó suavemente su hombro con la punta del cuerno, y una cálida sensación de paz la invadió.

—Siempre. Solo tienes que recordar mirar más allá de lo obvio. La magia está en la melodía de una canción que te estremece, en la conexión con un amigo, en el valor de un corazón sincero. Yo solo te mostré que también puede tener alas y cuerno.

Y con un último destello que se fundió con la primera estrella de la noche, Alaric desapareció.

Clara entró en su habitación. Ya no era solo la chica de 1985. Era la Puente. ¡Y mientras rebobinaba la cinta de su Wham!, sonrió. La canción sonaba diferente ahora. Llevaba un poco de magia entre sus notas.

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