El Susurro de las Sombras Florecidas: Capítulo 10: Las Raíces de la Eternidad

El incendio de Lumbrís pintó el cielo de verde y ceniza. Las llamas, alimentadas por el néctar del bosque nuevo, no consumían; transformaban. Las casas se retorcían en espirales de hiedra metálica, los cuerpos de los aldeanos brotaban como flores de tallos huesudos, y el miedo se solidificaba en el aire como polen venenoso. En el centro del caos, la niña danzaba, sus pies descalzos sembrando semillas de espinas donde pisaba.
Valeria y Lucián observaron desde la torre de espinas, ahora cubierta de capullos que latían al ritmo del fuego. Las heridas de Valeria habían cerrado, dejando cicatrices que brillaban como constelaciones invertidas. Lucián, con su armadura de corteza agrietada, sostenía el frasco vacío de agua negra, ahora lleno de lágrimas de resina.
—Ella no quiere destruir el bosque —murmuró Valeria, viendo cómo la niña dirigía las raíces para moldear las ruinas del pueblo—. Quiere hacerlo suyo.
El bosque nuevo resonó con un zumbido de aprobación. Los árboles plateados inclinaron sus copas hacia Lumbrís, como si adoraran el fuego verde. Lucián extendió su mano dorada, y una raíz emergió de su palma, cargada de frutos negros que destilaban memoria.
—El bosque recuerda —dijo su voz en el viento—. Recuerda que los humanos siempre temen lo que no entienden.
—Y nosotros ya no somos humanos —respondió Valeria, más para convencerse a sí misma.
Decidieron enfrentar a la niña. Al llegar al pueblo, encontraron un santuario de horrores: niños con ojos de crisálida tejían telarañas de néctar, los ancianos se fundían con los muros, y en la plaza central, la niña había erigido un trono de espejos rotos y huesos de ciervo.
—Llegaron tarde —canturreó la niña, acariciando el frasco de semillas que colgaba de su cuello—. El bosque tiene hambre de historias nuevas. ¿No las escuchan?
Valeria avanzó, las enredaderas de su cabello listas para atacar.
—Tú no eres el bosque. Eres su parásito.
La niña rió, un sonido de campanas quebradas.
—Los parásitos aseguran el equilibrio. Sin mí, el bosque se consumiría en su propia luz. —Señaló a Lucián—. Él lo sabe. Por eso su tatuaje le susurra que me obedezca.
Lucián se estremeció. Las raíces en su piel se retorcieron, rebeldes, y por un instante, Valeria vio el miedo en sus ojos de semilla.
—No le creas —rogó Valeria—. El bosque eligió nosotros.
—El bosque elige supervivencia —corrigió la niña. Con un chasquido de dedos, las raíces bajo Lumbrís se alzaron, estrangulando a Valeria y arrastrando a Lucián hacia el trono de espejos—. Y tú… Valeria… sigues siendo humana donde duele.
Valeria forcejeó, pero las raíces la inmovilizaron. Observó cómo Lucián era obligado a arrodillarse ante la niña, su brazo dorado fundiéndose con el trono.
—Tu turno —susurró la niña, colocando la semilla de rencor en la boca de Lucián—. Aliméntalo.
Valeria gritó, pero el sonido se ahogó en savia espesa. Cerró los ojos y escuchó al bosque nuevo, no con su mente, sino con sus cicatrices. Recordó el beso en el Puente de las Almas Perdidas, un acto de humanidad en medio de la podredumbre. Y entendió.
Con un esfuerzo sobrehumano, arrancó una de las espinas de su cabello y la clavó en su corazón. El dolor fue un relámpago, pero de la herida brotó no sangre, sino luz: el último vestigio del agua negra, pura y corrompida a la vez.
La niña chilló, cegada. Lucián aprovechó para liberarse, sus raíces doradas destrozando el trono de espejos. El frasco de semillas cayó, y Valeria lo atrapó.
—Equilibrio —murmuró, y se tragó ambas semillas.
El efecto fue instantáneo. Su cuerpo se convulsionó, mitad flor, mitad tormenta. Las raíces del bosque nuevo la envolvieron, y cuando emergió, era algo distinto: un árbol humanoide de corteza plateada y hojas de espejo, sus ojos dos pozos donde bailaban todas las versiones de sí misma.
La niña retrocedió, pero Valeria (¿o el bosque?) extendió una rama.
—Tú… alimentas. Yo… soy —rugió con voz de bosque y viento.
La niña se desintegró, no en ceniza, sino en polen, que el bosque inhaló como un suspiro.
Al amanecer, Lumbrís ya no existía. En su lugar, un jardín de flores metálicas latía al ritmo del viento. Lucián, ahora libre del tatuaje pero cubierto de cicatrices doradas, encontró a Valeria en el centro del claro. Ella era el árbol, y el árbol era ella.
—¿Puedes volver? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
Una rama acarició su rostro. En las hojas de espejo, Lucián vio reflejado no el pasado, sino un futuro: él, como guardián errante; ella, como raíz eterna. Y entre ambos, un brote nuevo, pequeño y frágil, que algún día elegiría su propio camino.
—Todo crecimiento duele —susurró el bosque con la voz de Valeria.
Lucián se reclinó contra el árbol, sintiendo el latido de las raíces en su espalda. No era un final. Era un ciclo.

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