
El niño de musgo no dormía. Sus ojos estelares observaban sin pestañear, absorbiendo cada movimiento del bosque como un códice viviente. Donde sus dedos de líquenes rozaban las flores metálicas, estas se derretían en charcos de mercurio, solidificándose después en formas nuevas: mariposas de alambre, estatuillas de rostros sin nombre, llaves que no abrían nada. Lucián lo seguía en silencio, documentando cada cambio. Las cicatrices doradas en su piel palidecían, como si el niño estuviera drenando su conexión con el bosque.
—¿Tienes nombre? —preguntó una tarde, mientras el niño tallaba un espiral en la corteza de un árbol plateado.
La criatura giró su cabeza, un crujido de ramas secas.
—Tú me diste memoria. Yo te doy vacío —respondió, y su voz era el sonido de la savia ascendiendo por los troncos al amanecer.
Esa noche, Lucián soñó con Valeria. No era el árbol de espejos, sino la guerrera de cabello de espinas, parada en el Puente de las Almas Perdidas. Detrás de ella, el bosque nuevo ardía en tonos de óxido y plata.
—Está usando tus heridas para crecer —advirtió ella, señalando las cicatrices de Lucián, que ahora brillaban con un fulgor enfermizo—. Pero no es malicia. Es… necesidad.
—¿Necesidad de qué? —preguntó Lucián, pero el sueño se deshizo en néctar espeso.
Al despertar, encontró al niño acurrucado junto al árbol de Valeria. Las hojas de espejo estaban agrietadas, y en sus reflejos, Lucián vio fragmentos de su propio rostro desvaneciéndose, como pintura lavada por la lluvia. El tronco del árbol había desarrollado una hendidura negra, de la que brotaba un líquido viscoso y brillante. El niño extendió una mano, recogiendo el fluido en su palma.
—Ella duele —murmuró, y por primera vez, hubo empatía en su tono—. El parásito sigue ahí. En las raíces.
Lucián se acercó, evitando mirar su propio reflejo ausente en las hojas.
—¿La niña? ¿O algo más?
El niño no respondió. En lugar de eso, sopló sobre el líquido negro, que se solidificó en una semilla de cristal. Con un gesto rápido, se la colocó bajo la lengua y corrió hacia el jardín de flores metálicas.
Lo que sucedió después fue una metamorfosis en reversa. Las flores, antes estáticas, comenzaron a marchitarse, sus pétalos afilados cayendo como lágrimas de acero. Donde impactaban contra el suelo, surgían hongos bioluminiscentes que emitían un zumbido agudo. El niño danzaba entre ellos, dibujando círculos con sus pies descalzos, cada paso dejando una huella de musgo que rápidamente se teñía de negro.
—¡Detente! —rugió Lucián, pero su voz se perdió en el estruendo de un trueno lejano. El cielo, siempre verde ceniza, se oscureció con nubes de polvo de espejo.
El niño se volvió hacia él, la semilla de cristal ahora visible a través de su garganta translúcida.
—Tú me hiciste con recuerdos viejos —dijo, y su cuerpo comenzó a fracturarse, como porcelana bajo presión—. Pero los recuerdos se pudren.
Con un gemido que sacudió la tierra, el niño estalló en una lluvia de esporas doradas. Estas se adhirieron a los hongos, que crecieron exponencialmente hasta formar una estructura colosal: un arco de huesos de ciervo y néctar solidificado, coronado por un dintel de espinas entrelazadas. Bajo él, un umbral oscuro palpitaba, respirando.
Lucián retrocedió. El arco no era una puerta, sino una boca. Y en su interior, distinguía movimientos: sombras de criaturas con ojos de agujeros negros, rastros de raíces que se retorcían como serpientes ciegas.
—¿Qué has hecho? —susurró, pero las esporas del niño ya se habían dispersado, dejando solo un rastro de polvo brillante.
En la base del arco, encontró un último regalo del niño: un espejo diminuto, tallado en una de las espinas. Al sostenerlo, vio no su reflejo, sino a Valeria, atrapada en un laberinto de raíces negras. Su tronco de espejos estaba cubierto de una sustancia parecida al alquitrán, y sus hojas reflejaban solo un vacío infinito.
—Está aquí —dijo la voz de Valeria, débil pero clara, proveniente del espejo—. El parásito nunca fue la niña. Fue el deseo. El deseo de controlar el crecimiento.
Lucián apretó el espejo hasta que la espina le atravesó la piel.
—¿Cómo te libero?
—No puedes. Pero puedes elegir —respondió ella, y el reflejo cambió, mostrando dos caminos: uno donde Lucián atravesaba el umbral, y otro donde incendiaba el arco con su propia savia—. Ambos son sacrificios. Ambos son…semillas.
Antes de que pudiera decidir, el bosque tembló. Del umbral emergió una figura familiar: la niña, pero no como polen, sino sólida, hecha de las espinas del arco y los recuerdos distorsionados de Lucián.
—Los umbrales existen para cruzarse —canturreó, y su sonrisa era una grieta en el aire—. ¿O prefieres quedarte mirando, como siempre?
Lucián desenvainó su daga, ahora una rama seca y curva, y avanzó. Pero en el último momento, recordó las palabras del niño: «Tú me hiciste con recuerdos viejos».
Con un suspiro, dejó caer la daga y caminó hacia el umbral.
—No soy el guardián —dijo, más para sí mismo—. Soy el puente.
La niña rió, un sonido que partió el aire en dos, y lo tomó de la mano. Juntos cruzaron.
Dentro, no había oscuridad, sino un jardín de nervios y telarañas, un sistema radicular que latía al ritmo de un corazón invisible. En el centro, suspendida como una araña en su red, estaba la verdadera plaga: una masa pulsante de raíces y dientes, con el rostro de cada habitante de Lumbrís fusionado en su superficie.
—El deseo de Lumbrís de sobrevivir —murmuró Lucián, entendiendo al fin—. Nosotros… nos convertimos en el parásito.
La niña asintió, desintegrándose lentamente.
—Todo bosque lleva la cicatriz de su creador —dijo antes de desaparecer.
Lucián extendió sus manos, ahora cubiertas de la misma savia negra que consumía a Valeria, y tocó la plaga.