
El estudio de Lucián olía a óleo rancio y rabia fermentada. Las paredes estaban cubiertas de bocetos: criaturas con ojos de humano, árboles cuyas raíces se convertían en venas, retratos de personas mitad devoradas por la maleza. En el centro, un lienzo inconcluso mostraba una figura femenina con cabello de enredaderas y una daga en el pecho. Los ojos, grises y tempestuosos, eran inconfundiblemente los de Valeria.
Lucián arrojó un pincel contra la pared, dejando una salpicadura carmesí que goteó como una herida abierta. No podía borrar de su mente la imagen de Valeria en el bosque, con esa flor maldita en la mano y esos labios temblorosos que pronunciaron su dolor más antiguo. ¿Como tus padres? La frase le resonaba en los huesos.
—¿Por qué ella? —murmuró, hundiendo los dedos en un frasco de pigmento negro. La sustancia se pegó a su piel como alquitrán—. ¿Por qué ahora?
Un golpe en la ventana lo hizo volverse. La Lechuza de Ceniza estaba posada en el alféizar, sus plumas grises brillando bajo la luna menguante.
—Porque el bosque eligió a los dos —dijo el ave, inclinando la cabeza con una gracia antinatural—. Tú guardas la herida, ella guarda la semilla. Juntos podrían…
—Corta el teatro —interrumpió Lucián, abriendo la ventana de un golpe—. Dime qué sabe ella.
La Lechuza rio, un sonido que hizo vibrar los frascos de vidrio en las repisas.
—Sabes tan bien como yo que las Nocheblanca siempre mienten. Pregúntale a tu abuelo. O mejor aún… —sus ojos dorados se ensancharon— …pregúntale a la Dama de los Cardos.
El nombre cayó como una piedra en un estanque. Lucián recordaba las historias: una mujer que habitaba el pantano, tejiendo maldiciones con hilos de ortiga. Su abuelo la había maldecido una noche de invierno, llamándola «la ladrona de almas».
—¿Qué tiene que ver ella con esto? —preguntó, pero la Lechuza ya se había desvanecido, dejando solo una pluma gris y el eco de un susurro: Busca el diario bajo las tablas sueltas.
Mientras tanto, en la casa de los Nocheblanca, Valeria se frotaba las manos bajo el agua helada del pozo. El néctar de la flor no se iba; había teñido sus uñas de un rojo oscuro, como sangre seca. En la mesa de la cocina, su abuela Imelda tejía una bufanda con lana de oveja negra, sus dedos ágiles moviéndose como arañas.
—Deberías quemar esos guantes —dijo sin mirarla—. La tierra habla, pero no siempre debemos escuchar.
Valeria apretó los puños.
—¿Qué le hiciste al padre de Lucián?
Las agujas de tejer se detuvieron. Imelda levantó la mirada, sus ojos color ámbar brillando con un fuego frío.
—Lo que debía hacerse —respondió—. Los Cárdenas siempre fueron imprudentes. Cazaban criaturas que no entendían, despertaban hambres antiguas. —Señaló la ventana, hacia el bosque que empezaba a teñirse de ocre—. Ahora pagamos todos.
Un estruendo sacudió la casa. Valeria corrió al jardín trasero, donde las plantas de su madre —un legado de rosas de luto y helechos susurrantes— se retorcían en el suelo. Los pétalos se cerraban como puños, y las hojas se desprendían en espasmos. El aire olía a vinagre y metal.
—¿Qué está pasando? —gritó, pero Imelda ya estaba de vuelta en su silla, tejiendo con determinación fúnebre.
—El pacto se rompe —murmuró—. Y tú trajiste la flor.
Lucián encontró el diario donde la Lechuza dijo: bajo una tabla floja en el taller de su abuelo. Las páginas estaban llenas de dibujos de armas —dagas con runas, ballestas que disparaban estacas de espino— y notas frenéticas. En la última entrada, una fecha llamó su atención: 16 de octubre, la noche que desaparecieron.
La letra de su abuelo temblaba:
«Imelda vino hoy. Dijo que su hija estaba maldita, que el bosque la reclamaba. Necesitaba un alma a cambio. Yo me negué, pero ella… hizo algo. Los gritos de mi hijo aún me despiertan. Juré que los Nocheblanca pagarían.»
Lucián dejó escapar un juramento. Cerró los ojos, imaginando a su padre siendo arrastrado por las raíces mientras su abuelo pactaba con el enemigo. Cuando abrió los ojos, vio su propio reflejo en un espejo sucio: las raíces de sus cuadros ahora le parecían venenosas.
Salió corriendo hacia el bosque, el diario bajo el brazo. No sabía si buscaba respuestas o venganza, pero al cruzar el límite de los árboles, una voz lo detuvo.
—¿También viniste a reclamar tu trozo de tragedia?
Valeria estaba sentada en un tronco caído, su chaqueta plateada manchada de tierra. A sus pies, un círculo de hongos brillantes rodeaba la flor marchita, ahora reducida a cenizas.
—Tu familia me robó —dijo Lucián, mostrando el diario—. ¿Sabías que tu abuela ofreció a mi padre como sacrificio?
Valeria se levantó, desafiante.
—¿Y el tuyo no cazaba criaturas inocentes? —su voz temblaba—. El bosque no olvida. Ni perdona.
Se miraron, midiendo la profundidad de sus heridas. Lucián notó que el rojo de sus uñas coincidía con el pigmento secado en sus propias manos.
—Odio esto —murmuró él.
—Yo también —respondió ella.
Pero cuando el viento arrastró un sonido gutural desde las profundidades del Abismo de las Raíces, se acercaron instintivamente. Sus hombros rozaron, y por un segundo, el bosque contuvo el aliento.