El Susurro de las Sombras Florecidas: Capítulo 3: El Abrazo de las Zarzas

El sendero hacia el pantano estaba cubierto de espinas que sangraban un líquido ámbar. Valeria caminaba adelante, sus botas hundiéndose en el fango caliente que burbujeaba como sopa maldita. Detrás, Lucián cargaba una linterna de aceite cuyo fuego danzaba en tonos verdes, iluminando los jeroglíficos que alguna vez tallaron los espíritus en los troncos.
—Si nos detenemos, las zarzas nos atraparán —advirtió ella, señalando las ramas que se retorcían hacia ellos como dedos ansiosos—. El pantano no quiere testigos.
Lucián esquivó una enredadera que intentó enroscarse en su tobillo.
—¿Y tú crees que la Dama de los Cardos sí? —preguntó, con una risa cortante—. Solo nos usará, como todos los demás.
Valeria no respondió. En su bolsillo, las cenizas de la flor negra palpitan en un frasco, recordándole su culpa. Cada paso hacia el pantano era una confesión silenciosa: necesitaban respuestas, aunque duelieran.
La cabaña de la Dama emergió entre la niebla, una estructura de madera retorcida y ventanas selladas con telarañas gruesas como cordeles. En el umbral, colgaban amuletos de hueso y dientes de criaturas desconocidas. Antes de que pudieran tocar la puerta, una voz los detuvo:
—Pisaron mis lirios de luto. Eso cuesta sangre.
La Dama de los Cardos estaba sentada en un sillón de raíces, vestida con un manto de hojas secas. Su cabello era una cascada de ortigas vivas, y en sus manos sostenía un huso hilado con lana de araña. Sus ojos, hoy de un violeta venenoso, los escudriñaron.
—Uno huele a remordimiento —señaló a Lucián—. El otro, a curiosidad mortal. —Su sonrisa mostró colmillos afilados—. ¿Vinieron a pedir o a ofrecer?
Valeria avanzó, sosteniendo el frasco de cenizas.
—El bosque muere. Tú sabes por qué.
La Dama giró el huso. En las telarañas de las ventanas, imágenes comenzaron a formarse: el árbol devorador, la Lechuza de Ceniza observando desde las sombras, Imelda y el abuelo de Lucián sellando un pacto con un apretón de manos ensangrentado.
—Un alma por una vida —canturreó la Dama—. Tu abuela salvó a su hija ofreciendo al padre de él. Pero el bosque… siempre cobra intereses.
Lucián apretó los puños.
—¿Dónde está el alma de mi padre?
—En el árbol que lo devoró —respondió la Dama, como si fuera obvio—. Pero no está solo. La Lechuza lo envenenó con recuerdos, convirtiéndolo en un guardián corrupto. —Se inclinó hacia adelante—. Para liberarlo, necesitan el veneno que solo yo poseo.
—¿Qué quieres a cambio? —preguntó Valeria, desconfiando.
La Dama se rió, un sonido que hizo caer pétalos negros del techo.
—Una lágrima de cada uno. No de dolor… de verdad.
El intercambio fue rápido y frío. Valeria lloró al recordar la última vez que su madre la abrazó, su cuerpo ya medio convertido en corteza. Lucián, al evocar la voz de su padre cantando canciones de herrería. Las lágrimas cayeron en un frasco de vidrio azabache, y la Dama les entregó una espina larga como un dedo, llena de un líquido plateado.
—Claven esto en el corazón del árbol —ordenó—. Pero cuidado: el Abismo los tentará con espejismos. Si sucumben, serán parte del bosque… para siempre.
Al salir, la Lechuza de Ceniza los esperaba en un sauce llorón.
—Ella miente —susurró el ave—. Ese veneno no liberará al alma, la destruirá.
Valeria se volvió hacia Lucián, esperando una burla, una acusación. En cambio, él sostuvo la espina con determinación.
—No importa —dijo—. Terminemos esto.
El Abismo de las Raíces era un laberinto de túneles subterráneos donde las paredes latían como gargantas. El aire olía a miel podrida, y susurros en lenguas extintas los seguían. De pronto, las visiones comenzaron:
Para Lucián, su padre extendiendo los brazos, ofreciendo perdón. Para Valeria, su madre viva, pidiéndole que se quedara entre los árboles. Ambos titubearon, pero se aferraron a la verdad que compartían: nadie regresa intacto del Abismo.
Al llegar al corazón, el árbol devorador los esperaba. Su tronco tenía el rostro del padre de Lucián, distorsionado por rabia y dolor. Las raíces atacaron, pero Valeria usó las cenizas de la flor para cegarlas, mientras Lucián se abalanzó con la espina.
—¡No! —gritó el árbol, con la voz de ambos padres—. ¡Somos tu familia!
Lucián dudó. Entonces Valeria tomó su mano, guiando la espina hacia la corteza.
—Perdónanos —murmuró.
El árbol estalló en luz blanca. Por un momento, vieron a dos figuras abrazarse antes de desvanecerse. Luego, el suelo cedió.
Cuando despertaron, estaban en un claro cubierto de flores blancas. El tatuaje de raíces en el brazo de Lucián ardía, y Valeria ya no escuchaba los susurros de las plantas. Entre ellos, una sola flor negra brotaba del suelo, intacta.
La Lechuza de Ceniza sobrevoló el lugar, su voz un lamento:
—El bosque recordará este acto… y su precio.

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