El Susurro de las Sombras Florecidas: Capítulo 6: La Savia del Sacrificio

El camino al Árbol del Equilibrio estaba sembrado de trampas vivas. Los helechos se cerraban como fauces, las lianas goteaban un néctar que quemaba la piel, y el aire olía a miel fermentada, dulce y venenosa. Valeria caminaba al frente, sus pasos marcados por una determinación fría. El agua negra aún danzaba en sus venas, y cada vez que parpadeaba, veía destellos de raíces entrelazándose bajo su piel, como un mapa de rutas prohibidas. Lucián la seguía, el tatuaje ahora enredado alrededor de su cuello, una soga vegetal que le robaba el aliento.
—Si el bosque quiere sangre, no será la nuestra —murmuró Valeria, más para convencerse a sí misma que a él. En su bolsillo, llevaba un frasco nuevo lleno de agua del estanque, esta vez mezclada con sus propias lágrimas secas.
La Dama de los Cardos los esperaba en un claro donde las mariposas tenían alas de pergamino escrito con maldiciones. Su cabello, antes de ortigas, ahora eran serpientes de sauce que silbaban al viento. En sus manos sostenía un cuchillo de obsidiana, el mismo que, según las leyendas, había sido forjado con el primer rayo que cayó sobre el bosque.
—Pensé que no vendrían —dijo, y por primera vez, su voz sonó frágil, como vidrio a punto de quebrarse—. El Árbol del Equilibrio no es un santuario. Es una tumba.
Lucián se interpuso entre Valeria y la Dama, desafiante.
—¿Y tú? ¿Vas a matarnos como hiciste con la Lechuza? —preguntó, señalando el collar de dientes que ahora colgaba del cuello de la Dama.
Ella rió, un sonido áspero y sin alegría.
—La Lechuza y yo éramos una sola mente hace siglos. Él quería proteger el bosque purgando a los humanos; yo quería protegerlos de él. —Apretó el cuchillo hasta que su palma sangró savia verde—. Pero el equilibrio exige sacrificios. El árbol necesita sangre, sí… pero no cualquiera. Sangre que lleve tanto el veneno del bosque como la resistencia humana.
Valeria sintió una punzada en el pecho. Miró a Lucián, cuya marca pulsaba en sincronía con el latido del suelo bajo sus pies. Comprendió.
—Nos quiere a los dos —susurró.
La Dama asintió.
—Uno para sanar el árbol. El otro para… contener lo que vendrá.
Antes de que pudieran responder, un estruendo sacudió la tierra. Desde las profundidades del bosque, la Lechuza de Ceniza emergió montada en un ciervo cuyos cuernos eran ramas en llamas. Sus plumas de espejo reflejaban no el presente, sino el futuro: Lumbrís consumido por hongos luminosos, niños convertidos en estatuas de musgo, Valeria y Lucián colgados de un árbol cuyos frutos eran sus propios corazones momificados.
—¡Traidora! —rugió la Lechuza, apuntando a la Dama—. ¡Los sacrificios son míos!
El ciervo cargó. Lucián empujó a Valeria hacia un lado, pero una astilla de cuerno le atravesó el hombro. Gritó, y su sangre, negra y espesa como alquitrán, salpicó el suelo. Donde caía, brotaban flores carnívoras que devoraban su propia agonía.
Valeria reaccionó. Sacó el frasco de agua y lágrimas y lo arrojó a los ojos de la Lechuza. El líquido entró en sus espejos-pluma, y por un instante, las visiones futuras se volvieron caóticas, contradictorias. La Lechuza se retorció, atrapada entre mil posibilidades.
—¡El árbol! —gritó la Dama, señalando hacia un sendero que se abría entre los robles—. ¡Corran!
Valeria arrastró a Lucián, cuyo aliento era ahora un silbido roto. El tatuaje había crecido, cubriendo medio rostro, y en su ojo izquierdo, la pupila se había convertido en una semilla negra.
El Árbol del Equilibrio era una monstruosidad dorada. Su tronco, retorcido como una columna vertebral gigante, sangraba por una grieta que latía como una herida infectada. Alrededor, decenas de cuerpos momificados colgaban de las ramas, sus bocas abiertas en gritos eternos. Algunos llevaban ropas de siglos pasados; otros eran recientes. Valeria reconoció la chaqueta de cuero de su madre.
—No… —murmuró Lucián, tambaleándose—. Esto no es sanar. Es alimentar.
La Dama apareció detrás de ellos, el cuchillo brillando bajo la luz filtrada por las hojas.
—El bosque siempre tuvo hambre —dijo—. Pero ustedes pueden cambiar su apetito. Uno debe dar su sangre al árbol. El otro… su cuerpo. Para convertirse en su nuevo guardián.
Valeria miró a Lucián. Él ya estaba medio perdido, el tatuaje hablándole en un lenguaje de savia y sombra. Ella, en cambio, sentía el agua negra llamándole desde el abismo en su mente.
—Yo seré el guardián —dijo Lucián, con voz ronca—. Tú… cura el árbol.
Valeria lo abofeteó.
—¡No eres tú quien decide! —gritó, las lágrimas brillando como veneno—. Si alguien se queda aquí, seré yo. Tú… tú todavía puedes volver.
Érase una vez, Lucián habría discutido. Pero el bosque lo había mordido demasiado hondo. Asintió, derrotado.
La Dama los guio hasta la grieta en el árbol. Valeria extendió su brazo, y la Dama cortó su palma. La sangre de Valeria, mezcla de humano y bosque, cayó sobre la herida del árbol. Por un momento, todo se silenció.
Luego, el suelo se abrió.
Raíces gigantes emergieron, envuelven a Lucián y arrastrándolo hacia la grieta. Él forcejeó, pero el tatuaje lo traicionó, fusionándolo con la corteza. Valeria gritó, aferrándose a su mano, pero las raíces los separaron.
—¡No era esto lo que prometiste! —gritó Valeria a la Dama, mientras Lucián era absorbido por el árbol, su rostro convirtiéndose en otra máscara de dolor en la corteza.
La Dama sonrió tristemente.
—El equilibrio nunca fue justo.
Antes de que Valeria pudiera atacarla, la Lechuza irrumpió en el claro. Su cuerpo estaba cubierto de flores negras que brotaban de sus heridas, y en sus garras sostenía el corazón palpitante del ciervo.
—¡El pacto está roto! —aulló—. ¡El bosque se alimentará de todos!
Valeria, ahora sola, sintió el agua negra despertar por completo. Las raíces bajo su piel florecieron, y cuando alzó las manos, las enredaderas la obedecieron.
—Si quieren sangre —rugió, mientras el bosque entero temblaba—, les daré un diluvio.

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