El Susurro de las Sombras Florecidas: Capítulo 8: Las Sombras que Germinan

El bosque renacido no era ni luz ni oscuridad, sino algo que respiraba en los intermedios. Los árboles plateados brotaban de la tierra como espadas clavadas al revés, sus hojas susurrando secretos en un idioma que ni Valeria ni Lucián entendían, pero que sentían en la médula. El broche de plata había crecido hasta convertirse en una torre de espinas entrelazadas, de cuyas puntas goteaba un néctar brillante que quemaba al tacto.
Valeria ya no sangraba. Sus heridas se cerraban con pétalos de terciopelo negro, y su cabello, antes castaño, era ahora una cascada de enredaderas finas que se enroscaban alrededor de su cuello como un collar vivo. Lucián, por su parte, había perdido la capacidad de hablar. Su voz era el crujir de ramas, el rumor del viento entre las grietas de su armadura de corteza dorada. Se comunicaban a través de las raíces que ambos compartían bajo la tierra, un diálogo subterráneo de savia y culpa.
Los primeros peregrinos llegaron al amanecer. Eran habitantes de Lumbrís, los mismos que alguna vez temieron a Valeria por su don y a Lucián por sus visiones. Traían ofrendas de pan mohoso y velas apagadas, arrastrando a un niño enfermo cuya piel se estaba convirtiendo en liquen.
—Sanenlo —rogó una mujer, probablemente la madre, cuyo rostro estaba cubierto de un velo tejido con telarañas—. El bosque nuevo habla de ustedes. Dice que… comen dolores.
Valeria observó al niño. En su pecho, entre las costillas, crecía una flor cuyos pétalos eran del mismo plateado que las espinas de la torre.
—No somos curanderos —respondió Valeria, aunque las palabras sonaron huecas. El bosque quería al niño, eso lo sentía en las raíces que trepaban por su espina dorsal. Hambre.
Lucián se acercó. Con un dedo de madera, tocó la flor en el pecho del niño. Al instante, visiones brotaron: el pequeño corriendo por un campo de hongos luminosos, riendo mientras sus pies dejaban huellas de musgo; luego, el mismo niño convertido en un árbol torcido, sus gritos atrayendo a criaturas de sombra.
La madre leyó el horror en el silencio de Lucián.
—Prefiero eso a verlo muerto —susurró, abrazando al niño que ya no la reconocía.
Valeria cerró los ojos. El bosque nuevo le susurró al oído, no con palabras, sino con impulsos: Tómalo. Aliméntanos.
—Váyanse —gruñó, clavándose las uñas en las palmas para no ceder. Las enredaderas de su cabello se alzaron, amenazantes—. Antes de que el bosque decida por mí.
Los aldeanos huyeron, pero no todos. Algunos se quedaron, construyendo chozas con hojas de metal y rezando a la torre de espinas. Para el ocaso, el primero de ellos había sido devorado por las raíces. Su cuerpo fue encontrado al amanecer, integrado al suelo, con narcisos brotando de sus cuencas oculares.
—No podemos controlarlo —»dijo» Lucián a través de una ráfaga de viento que hizo temblar los árboles plateados.
Valeria miró sus manos, donde las líneas de la vida habían sido reemplazadas por vetas de mineral azul.
—No debemos.
Mientras discutían, una figura se acercó sigilosa. Era una niña, no mayor de diez años, con el pelo lleno de semillas y los ojos verdes como el musgo. En sus manos llevaba un espejo roto.
—El bosque viejo no se ha ido —dijo, mostrando el espejo. En él, reflejada, se veía la torre de espinas, pero invertida: sus raíces se extendían hacia un cielo subterráneo donde la Lechuza de Ceniza y la Dama de los Cardos danzaban entrelazadas, semillas de su renacimiento.
—¿Quién eres? —preguntó Valeria, pero la niña solo sonrió, dejando caer el espejo. Al romperse, liberó un enjambre de mariposas de carbón que se elevaron formando un símbolo en el aire: un ojo dentro de un ojo, infinito.
Esa noche, el primer árbol plateado cayó. Fue derribado por hachas de piedra manejadas por los mismos aldeanos que días antes habían suplicado ayuda. Cuando Valeria y Lucián llegaron, encontraron a la multitud quemando las ramas, cantando una canción antigua sobre purificar lo impuro.
—¡Monstruos! —gritó un hombre, señalando a Lucián—. ¡El bosque los engendró para consumirnos!
Valeria alzó las manos, lista para liberar la ira de las raíces, pero Lucián la detuvo. Con un movimiento de su brazo dorado, hizo brotar una barrera de flores venenosas entre ellos y la multitud.
—No somos sus enemigos —rugió el viento con su voz—. Pero tampoco sus salvadores.
La turba retrocedió, pero en sus ojos, Valeria vio el mismo miedo que una vez tuvo hacia la Dama de los Cardos. Y comprendió: el bosque nuevo necesitaba algo más que raíces. Necesitaba una leyenda, un cuento de advertencia.
Al regresar a la torre de espinas, encontraron a la niña del espejo sentada en su base. Ahora tenía ramitas creciendo en sus muñecas, y sus ojos reflejaban el color del néctar venenoso.
—Ellos tienen miedo —dijo, señalando a Lucián—. Tú tienes miedo. —Luego, señaló a Valeria—. Tú tienes hambre.
—¿Y tú? —preguntó Valeria, desafiante.
La niña se tocó el pecho, donde asomaba el brote de una espina.
—Yo tengo tiempo.
Antes de que pudieran interrogarla más, la tierra tembló. Desde el espejo roto de la niña, surgió una mano de raíces y plumas. La Lechuza y la Dama, fusionadas en una entidad monstruosa, trepaban hacia la superficie.

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