
La fusión de la Lechuza de Ceniza y la Dama de los Cardos emergió como una pesadilla coronada. Su cuerpo era un torbellino de raíces retorcidas y plumas de espejo astillado, los ojos dos pozos de resina hirviente donde flotaban los rostros de sus antiguas identidades, gritando en silencio. Donde pisaba, el suelo se cuarteaba, revelando un subsuelo de dientes y uñas fosilizadas. La criatura alzó sus alas de zarzamora, y el bosque nuevo gimió, los árboles plateados inclinándose como si reconocieran a un antiguo tirano.
La niña del espejo retrocedió, no por miedo, sino con curiosidad. Las espinas en sus muñecas florecieron en claveles negros, y sus pies dejaban huellas de musgo brillante.
—No son ellas —murmuró, más para sí misma—. Son el eco de lo que el bosque no pudo digerir.
Valeria sintió el hambre del bosque nuevo retorcerse en su vientre. Las enredaderas de su cabello se alzaron, listas para atacar, pero Lucián la detuvo con un roce de su brazo dorado. Su voz llegó a través del crujido de las ramas:
—No es nuestra batalla. Es su funeral.
La fusión monstruosa rugió, y del espejo roto a sus pies surgieron espectros de los aldeanos devorados, sus cuerpos tejidos con enredaderas y culpa. Avanzaron hacia Valeria y Lucián, pero la niña interceptó, alzando el espejo roto. Los espectros se detuvieron, reflejados en los fragmentos, y por un instante, recuperaron su humanidad perdida.
—Corran —ordenó la niña, y los espectros obedecieron, dispersándose como humo en el viento.
La fusión atacó. Sus garras, hechas de espinas y espejos, trazaron cicatrices en el aire que sangraban luz violácea. Valeria contraatacó, lanzando raíces afiladas desde sus palmas, pero cada herida en la criatura solo liberaba más espectros, más memorias del bosque viejo. Lucián intentó contenerla, sus raíces doradas entrelazándose con las de Valeria, pero el monstruo era una máquina de rencor infinito.
—¡Necesitamos el núcleo! —gritó la niña, señalando el pecho de la fusión, donde un corazón de obsidiana y savia latía—. ¡Es donde guardan lo que les robasteis!
Valeria entendió. El corazón contenía los fragmentos del pacto original, los pedazos de alma que ella y Lucián habían arrancado al bosque. Con un gruñido, se lanzó hacia adelante, las enredaderas de su cabello perforando las defensas de la criatura. Lucián la siguió, su brazo dorado brillando como un faro en la oscuridad.
La fusión los atrapó en un remolino de plumas y espinas. Valeria sintió su piel desgarrarse, pero el dolor se convirtió en rabia, en hambre. Con un grito, clavó sus manos en el corazón de obsidiana, y el bosque nuevo respondió: las raíces bajo tierra se alzaron como serpientes, estrangulando a la criatura desde dentro.
—¡Ahora, Lucián! —chilló Valeria.
Él hundió su brazo dorado en el corazón, y estalló una luz blanca.
Cuando el humo se disipó, la fusión yacía derrotada, reducida a un montón de espejos rotos y hojas marchitas. En el centro, latían dos semillas: una negra como la ceniza, otra brillante como el rocío.
La niña recogió las semillas, sus ojos brillando con un conocimiento antiguo.
—Una es el rencor —dijo, mostrando la semilla negra—. La otra, el remordimiento. —Guardó ambas en un frasco de cuarzo que llevaba colgado del cuello—. El bosque nuevo decidirá.
Valeria se derrumbó, sus heridas brotando flores venenosas. Lucián la sostuvo, su armadura de corteza crujiendo bajo el esfuerzo.
—¿Por qué nos ayudaste? —preguntó Valeria a la niña, la voz cargada de sospecha.
La niña sonrió, y por primera vez, mostró sus dientes: afilados como colmillos de criatura salvaje.
—Porque tú me alimentaste. —Señaló la torre de espinas, donde el néctar brillante había formado un río que serpenteaba hacia el pueblo—. Y ahora, ellos me alimentarán a mí.
Antes de que pudieran responder, la tierra retumbó. En el horizonte, Lumbrís ardía, sus llamas teñidas de verde por el néctar del bosque nuevo. La niña corrió hacia el fuego, riendo, y las raíces la siguieron como perros fieles.
Lucián ayudó a Valeria a levantarse. En sus manos, las flores venenosas se marchitaron, dejando cicatrices que brillaban como estrellas.
—¿Qué hemos hecho? —murmuró Valeria, observando el caos.
Lucián no respondió. En su silencio, el bosque nuevo susurró su única verdad:
Todo crecimiento duele.