
(Cuento del desierto)
En una aldea bañada por el sol ardiente y perfumada por dátiles y jazmines, vivía Jamira, joven de ojos profundos como la noche estrellada. Su mayor tesoro no eran joyas, sino sus cuatro fieles gatos, guardianes de su hogar de adobe:
Aziz: El majestuoso atigrado de pelaje dorado y verdosos, siempre sereno, observador como un jeque.
Layla: Esbelta y negra como la medianoche, ágil y misteriosa, con ojos que brillaban como lunas.
Samir: Juguetón y pelirrojo como las dunas al atardecer, siempre buscando sombras frescas y aventuras.
Faris: El robusto blanco con manchas oscuras, valiente y protector, ronroneando como un pequeño león.
Jamira y sus gatos vivían en armonía bajo la higuera del patio. Pero un año, el Hamsin, el viento abrasador del desierto, se enfureció como nunca. Días y días de arena roja arrasadora azotaron la aldea, doblando palmeras, agrietando muros y sembrando temor. Jamira, con el corazón oprimido, veía cómo su mundo se desmoronaba. «¡Es demasiado! ¡No podemos resistir!» lloraba, abrazando a Aziz, mientras Faris se refugiaba bajo su falda, Samir temblaba en un rincón y Layla vigilaba ansiosa la puerta sacudida por el viento.
En la peor hora, cuando el techo de su almacén crujía amenazante, apareció el anciano Zahir, sabio conocedor de los caminos del viento y las plantas silenciosas. Con voz serena que atravesó el rugido de la tormenta, le dijo:
«Jamira, mira al bambú junto al pozo seco. Mira cómo el viento lo azota, cómo se dobla hasta besar la tierra. ¿Lo oyes quebrarse? No. El bambú cede, hija mía. No lucha con la furia del Hamsin con rigidez, pues se rompería. Se dobla con la tormenta, guardando su fuerza interior intacta. Así debe ser el espíritu humano: flexible como el bambú, fuerte en su raíz, paciente en su curvatura. Cede hoy para erguirse mañana.»
Las palabras de Zahir resonaron en Jamira como un campanazo en el silencio. Dejó de forcejear contra lo inevitable. Con calma nueva, reforzó lo que pudo, protegió a sus gatos en el rincón más seguro, y aceptó la danza violenta del viento, confiando en su raíz, en su capacidad de aguantar. Aziz se acurrucó junto a ella, imitando su quietud vigilante. Layla encontró un hueco seguro y se hizo un ovillo. Samir dejó de temblar al sentir la calma de Jamira. Faris permaneció a su lado, un muro blanco de lealtad.
Al amanecer, el Hamsin pasó. La aldea estaba cubierta de un manto rojizo, muchos techos dañados, incluyendo parte del de Jamira. Pero ella estaba intacta. Y al salir, un nuevo temor la asaltó: ¡Sus gatos no estaban! Aziz, Layla, Samir, Faris… desaparecidos. El pánico quiso apoderarse de ella, rígido y frío. Pero entonces, miró hacia el pozo. El bambú, después de ser doblado casi hasta el suelo, ya se erguía de nuevo, verde y orgulloso, hacia el sol naciente.
Jamira respiró hondo. «Cede, no te rompas», susurró. En lugar de correr desesperada, se detuvo. Escuchó. Un débil maullido llegó desde los escombros del almacén dañado: Faris. Siguió el sonido, moviendo escombros con cuidado, doblándose para alcanzar sin derrumbar más. Allí estaba Faris, atrapado pero vivo. Más tarde, un brillo en lo alto: Layla, la ágil, había trepado a lo más alto de la palmera más alta durante la tormenta. Jamira la llamó con suavidad, paciente, y Layla bajó. Samir apareció corriendo desde casa del vecino, donde se había refugiado juguetón bajo un arcón. Solo faltaba Aziz. Jamira, con la paciencia del bambú que espera la lluvia, se sentó en el patio, confiando. Al caer la tarde, el dorado Aziz emergió sereno de entre los matorrales del jardín, donde había encontrado refugio.
Los cuatro guardianes estaban a salvo. Jamira los abrazó, sintiendo la verdad más profunda que las arenas del desierto. Su aldea se reconstruyó, techo a techo, sonrisa a sonrisa. Jamira, con Aziz, Layla, Samir y Faris siempre cerca, se convirtió en un pilar de serenidad. Cuando las tormentas de la vida volvían a rugir –sequías, pérdidas, desacuerdos–, ella recordaba la lección del bambú y la voz de Zahir:
«Doblémonos, pero no nos quebremos. Cedamos al viento pasajero, mantengamos nuestra raíz fuerte y nuestra fe inquebrantable. Pues tras la tormenta, siempre nos erguiremos de nuevo, más sabios, más flexibles, más humanos.»
Y sus cuatro gatos, cada uno a su manera, eran el recordatorio viviente de que incluso en la flexibilidad, hay fuerza, astucia, lealtad y la paciencia para encontrar el camino de regreso a la luz. El secreto del bambú no era debilidad, era la fortaleza más profunda y silenciosa del desierto.