
Sexta Parte:
La victoria sobre el fragmento en el cajón fue un bálsamo, un faro en la niebla helada que amenazaba con envolver nuestro hogar. Durante días, respiré más tranquila. Víctor, aunque visiblemente agotado después de cada «sesión de ronroneo» (como empezamos a llamarlas), recuperaba un destello de su antigua curiosidad. Observaba los reflejos, sí, pero ahora con la mirada aguda de un centinela, no con el terror paralizante de una víctima. Habíamos encontrado nuestra trinchera: la atención constante y el calor concentrado de su ronroneo de batalla.
Pero Casandra, o los ecos de su poder enredados en los fragmentos como veneno residual, no se rendían. La amenaza mutaba, se volvía más insidiosa, jugando con nuestras debilidades.
La primera escalada fue sutil, casi doméstica en su horror. Una mañana, mientras preparaba té, noté algo extraño. El vapor que ascendía de la taza no ondulaba con el calor. Se elevaba recto, inmóvil, como congelado en el tiempo. Al tocarla, la porcelana estaba tibia, pero el líquido en su interior… estaba helado. No un frío natural, sino el frío punzante, metálico, del corazón de las minas de cristal. Un frío que me quemó los dedos al contacto. Víctor, desde su cojín, emitió un maullido de alerta, sus ojos fijos no en la taza, sino en el pequeño charco de condensación que había dejado en la encimera. Dentro de ese reflejo líquido y distorsionado, creí ver por un instante un destello de azul glaciar.
Deseché el té con manos temblorosas. Fue un ataque directo a nuestro ritual de normalidad, a la calidez que intentábamos proteger. ¿Cómo había llegado ese frío allí? ¿Un fragmento en la tetera? ¿En el agua? Víctor inspeccionó la cocina con su nueva meticulosidad felina, ronroneando de forma preventiva cerca de los grifos y los electrodomésticos, pero no encontró nada tangible. Solo quedó la sensación de violación, de que el enemigo podía envenenar hasta lo más íntimo y cotidiano.
Luego vinieron los eco-susurros. Voces que no eran voces, susurros de cristal quebrado que parecían surgir de los rincones más silenciosos de la casa, especialmente cerca de donde yo estaba. A veces, eran apenas un crujido extraño en el piso de arriba cuando sabía que estaba sola. Otras, eran susurros indistinguibles que se colaban como corrientes de aire gélido junto a mi oído cuando estaba concentrada trabajando, haciendo que el frío en mi brazo se avivara como una brasa de hielo. Víctor reaccionaba al instante, erizando el pelo y lanzando un ronroneo agresivo hacia el punto de origen aparente del sonido, disipando la sensación pero no la inquietud. Eran como sondas, tentáculos de atención helada buscando una grieta en mi cordura, un punto débil por donde colarse.
La verdadera prueba, la que nos mostró la escala real del peligro que se cernía sobre nosotros, llegó con el intruso reflejado.
Fue una tarde lluviosa. Víctor dormitaba en su cojín junto a la ventana, yo leía en el sofá. La luz era gris, difusa. De repente, Víctor se incorporó como un resorte, no con un gruñido de alerta, sino con un bufido feroz, un sonido de defensa territorial que nunca le había oído. Sus ojos estaban clavados, no en un objeto, sino en el espacio vacío frente al espejo del pasillo, que reflejaba la puerta cerrada del temido armario.
No vi nada al principio. Solo el reflejo borroso de la puerta de madera en la penumbra. Pero Víctor seguía bufando, retrocediendo lentamente hacia mí, el lomo completamente arqueado, las garras desenvainadas. Siguiendo la dirección de su mirada, me concentré en el reflejo… y entonces lo vi.
No era una figura completa. Era una distorsión. Como si el aire mismo en el reflejo se ondulara, formando una silueta baja, apenas humana, compuesta de sombras móviles y destellos de hielo negro fugaces. Se movía con una lentitud agonizante, reptando, acercándose a la imagen reflejada de la puerta del armario en el espejo. Víctor lanzó su ronroneo de batalla, potente, enfocado directamente hacia el espejo. La distorsión se estremeció, como un insecto bajo una lupa, pero no se disipó. Pareció… consolidarse un poco más, haciéndose ligeramente más definida, más presente, aunque solo dentro del reflejo. Un brazo espectral, formado por la oscuridad que absorbía la poca luz, se extendió hacia la manija reflejada de la puerta del armario.
El frío en mi brazo explotó. Fue un dolor agudo, punzante, como si el látigo de Casandra me golpeara de nuevo desde dentro. Grité, más por la sorpresa y el terror que por el dolor físico. Víctor, al oírme, desvió por un instante su atención del espejo hacia mí. Fue un segundo. Un error.
En el reflejo, la figura oscura aprovechó la distracción. Su mano de sombra tocó la manija reflejada de la puerta del armario. No pasó nada en nuestra realidad inmediata. La puerta real seguía cerrada, quieta. Pero en el reflejo, la puerta del armario… se abrió. Solo un centímetro, revelando una oscuridad absoluta, más profunda que la noche, en su interior. Un vacío que parecía respirar.
Víctor volvió su ronroneo hacia el espejo con redoblada furia, un sonido que ahora vibraba con pánico y determinación. La figura distorsionada se deshizo como humo bajo la intensidad del calor felino concentrado. La puerta reflejada del armario volvió a cerrarse en el espejo. Pero la imagen de esa oscuridad absoluta, de esa puerta abriéndose dentro del reflejo, quedó grabada a fuego en mi mente.
Temblando, con Víctor pegado a mis piernas, ambos jadeando, entendimos. No se trataba solo de fragmentos físicos. Los reflejos mismos se estaban convirtiendo en puertas. Puertas diminutas, inestables, pero puertas al fin. Y algo, algún eco de Casandra, algún residuo de su voluntad o de las criaturas atrapadas en su reino caído, estaba aprendiendo a manipularlos, a usarlos para intentar entrar o para establecer puntos de anclaje más fuertes. El armario cerrado era un símbolo, pero la amenaza era omnipresente: cualquier superficie reflectante podía ser potencialmente vulnerable.
Víctor se acercó al espejo del pasillo, ahora normal, y olfateó el marco con intensidad. Luego, con una pata, rascó suavemente el cristal justo donde se había abierto la puerta reflejada. Maulló, un sonido grave y preocupado. Aquí. Aquí intentaron abrirse paso.
La batalla había entrado en una nueva fase, más abstracta y peligrosa. Ya no bastaba con buscar fragmentos físicos. Debíamos vigilar los reflejos mismos. Cada ventana al anochecer, cada espejo, cada superficie de metal pulido, cada charco de agua en la cocina… todos eran potenciales brechas. Y el costo del ronroneo de batalla para Víctor era evidente; después de enfrentar al intruso reflejado, estuvo agotado y letárgico durante horas.
Esa noche, mientras Víctor dormía un sueño profundo y reparador sobre mi estómago, miré mi brazo vendado a la luz de la lámpara. El frío latía con un ritmo lento y constante, como un corazón ajeno. No era solo un recordatorio. Era una conexión. Tal vez un canal que Casandra podía sentir. Tal vez el punto por donde la oscuridad reflejada intentaba encontrar una forma de manifestarse plenamente en nuestro mundo.
Las sombras ya no solo acechaban en los cajones. Acechaban en cada reflejo, en cada superficie que pudiera devolver una imagen. Y lo que buscaban no era solo asustarnos. Buscaban abrir una puerta. Una puerta que, si lograban cruzar, no sé si el ronroneo más feroz de Víctor podría cerrar. Nuestra vigilancia se volvió aún más aguda, nuestros corazones más pesados, pero también nuestra determinación más férrea. Defenderíamos nuestra realidad, reflejo a reflejo, susurro a susurro, con el calor de un gato valiente y el frío de un brazo herido como recordatorio constante del abismo que intentaba colarse. El armario seguía cerrado, pero la puerta en el espejo… esa grieta en el mundo reflejado, aún resonaba en la penumbra.