
Era el jardín de un sueño,
hasta que la noche echó raíces de alambre.
Su nombre se volvió eco en la niebla,
su reflejo, un espejo sin dueño.
No fue un golpe, fue un invierno
que trepó por las paredes de la casa.
Fue la luna hecha añicos en el suelo,
un silencio que mordía la almohada.
Su cuerpo, pájaro sin aire,
atrapado en la jaula de un reproche.
Hoy es semilla de lucero
que germina en la piel del tiempo.
Que este verso no sea lápida,
sino la grieta por donde entra el alba
a devorar las telarañas del miedo.