
No busques las palabras precisas,
no habitan en el diccionario del adiós.
Hay un hueco en el aire que se respira,
un silencio nuevo, extraño y atroz.
Pero ha de saberse, aunque el cielo se nuble,
que la esencia del que se fue no es sólo memoria,
no es únicamente un peso en el pecho,
ni el frío de una losa, ni la sombra de una historia.
Es la fuerza tranquila en la mirada,
la raíz profunda del propio ser,
la certeza cálida y bien amada
que el tiempo no podrá deshacer.
Llorar es necesario, es la tormenta
que lava con sal la herida abierta.
Pero luego, recordar la sonrisa,
la huella imposible de borrar en la camisa.
La voz en el consejo que perdura,
el orgullo callado en la entereza.
Esa es la más pura y clara herencia:
el amor que trasciende la frontera.
No está en el mármol frío del cementerio,
está en el paso firme, en el latir diario.
En el fuego secreto de la memoria,
allí vive su abrazo necesario.
Y aunque hoy el mundo parezca un vacío,
un barco a la deriva sin su norte,
quedó sembrado en el alma un propio brío
para seguir navegando hacia el horizonte.
Aferrar esa luz que no se apaga.
En el corazón, ahora, descansa.
Y no es un final, es un legado
que, con amor eterno, se avanza.