Estrella

En un pequeño pueblo rodeado de montañas, donde el aire olía a pino y el silencio solo se rompía con el canto de los pájaros, vivía una joven llamada Clara. Su hogar era una casa de campo con vistas a la sierra, un lugar lleno de recuerdos y rincones que guardaban historias de su infancia. Desde que tenía memoria, su madre había sido su guía, su refugio y su luz. Juntas, compartían risas, sueños y secretos bajo el cielo estrellado, especialmente en las tardes de verano, cuando subían al desván de la casa, una biblioteca llena de libros antiguos que su padre, un hombre letrado y amante de la literatura, había atesorado con esmero. Allí, entre páginas amarillentas y el olor a papel viejo, Clara aprendió a amar las historias y a encontrar consuelo en las palabras.

Pero hace dos años y un mes, la vida de Clara cambió para siempre. Su madre, como una estrella fugaz, se fundió con el cielo, dejando en su corazón un vacío que parecía imposible de llenar. Las noches se volvieron más frías y largas para ella. El dolor de la pérdida era como una sombra que la seguía a todas partes, incluso cuando intentaba refugiarse en los libros del desván o en las largas conversaciones con su padre, quien, con su voz serena y sus citas de autores clásicos, intentaba consolarla. Sin embargo, en medio de la oscuridad, Clara comenzó a notar algo extraño. Cada vez que miraba al cielo, una estrella brillaba con una intensidad especial. Era como si su madre le estuviera enviando un mensaje desde el infinito.

Una noche, mientras Clara caminaba por el bosque cercano al pueblo, sintió que el frío la envolvía más que nunca. Se detuvo en un claro y miró hacia arriba. Allí estaba, la misma estrella que había estado observando durante meses. De repente, una sensación de paz la invadió, como si un manto sereno la abrazara. Era como si su madre estuviera allí, susurrándole al oído: «Sigue adelante, no te detengas». En ese momento, un pequeño gatito, de pelaje blanco y ojos brillantes, apareció entre los arbustos y se acercó a ella, ronroneando suavemente. Clara lo tomó en sus brazos, sintiendo una conexión instantánea, como si aquel pequeño felino hubiera sido enviado para acompañarla en su soledad.

Clara recordó las palabras de su madre cuando aún estaba con ella: «La superación es tu escudo, hija. No importa lo difícil que sea el camino, siempre encontrarás la fuerza para seguir». Esa noche, Clara decidió honrar la memoria de su madre cultivando la serenidad que ella le había enseñado. Aprendió a encontrar consuelo en los pequeños detalles: en el canto de los pájaros al amanecer, en el susurro del viento entre los árboles, en la luz de aquella estrella que nunca dejaba de brillar y en la compañía del gatito, al que llamó Estrella, en honor a aquel destello celestial que parecía vigilarla.

Con el tiempo, Clara descubrió que su madre no se había ido del todo. Vivía en cada paso que daba, en cada suspiro que escapaba de sus labios, en cada instante que el destino le inspiraba a seguir adelante. Aunque extrañaba su abrazo, sabía que su amor siempre estaría a su lado. Su padre, con su sabiduría y sus libros, se convirtió en un pilar fundamental en su vida, recordándole que las historias, como las estrellas, nunca mueren, solo se transforman.

Una noche, mientras contemplaba la estrella desde la ventana de su habitación, con Estrella acurrucado a sus pies y el eco de las palabras de su padre resonando en su mente, Clara sintió una profunda gratitud. Su madre era su paz, su serenidad, su estrella en la eterna inmensidad. Y aunque el dolor nunca desaparecería por completo, Clara supo que su madre siempre estaría con ella, en su corazón, donde siempre había vivido.

Y así, con la luz de aquella estrella guiándola, el amor de su padre sosteniéndola y la compañía de Estrella reconfortándola, Clara continuó su camino, sabiendo que nunca estaría sola. Porque el amor de una madre es eterno, y su luz nunca deja de brillar.

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