
Gatilandia no era un lugar en los mapas, sino un universo tejido con ronroneos, almohadones al sol y el roce suave de tres colas entrelazadas. Víctor, el sabio de ojos ámbar; Sasha, la exploradora de pelaje Tricolor; y Bimba, la juguetona y preciosa blanca y negra. Juntos, con Elena, su guardiana y corazón, habían construido un reino donde el amor era la única ley, un refugio acolchado contra la crudeza del mundo exterior. Las mañanas olían a croquetas crujientes y las tardes se llenaban de persecuciones imaginarias bajo los muebles. La noche, cuando Elena se acurrucaba en el sofá, era una montaña tibia de pelaje y paz. Gatilandia respiraba acompasada, perfecta.
Pero los universos, incluso los más brillantes, pueden sufrir grietas. Un día aciago, sin nubes que lo anunciaran, la oscuridad se coló por una ventana entreabierta, por un descuido que pesaría como losa eterna. Fue rápido, brutal. Unos ruidos extraños, unos gritos sofocados de pánico felino que Elena oyó demasiado tarde. Corrió, corazón desbocado, pero solo alcanzó a ver las sombras alejándose, llevándose consigo el brillo plateado de Sasha y las manchas saltarinas de Bimba. El vacío que dejaron fue físico, un agujero negro en el centro mismo de Gatilandia.
El universo se desmoronó. La luz se apagó. El sol que entraba por la ventana ya no calentaba igual. Los juguetes quedaron inmóviles, testigos mudos de la ausencia. Y Víctor… el sabio Víctor, se convirtió en un fantasma de su antiguo yo. Ya no buscaba el sol en la alfombra, sino que arrastraba su cuerpo como un peso por el suelo frío, recorriendo los rincones donde olía aún a sus hermanas. Sus ojos ámbar, antes llenos de serenidad, reflejaban ahora una tristeza infinita, una pregunta muda dirigida a las sombras: «¿Dónde están?». Maullaba bajito, llamadas que se perdían en el silencio sin respuesta. Gatilandia, el reino del amor, se había convertido en un territorio de melancolía gobernado por el eco de dos ausencias.
Y Elena… Elena vivía en un bucle de culpa y horror. Las noches eran un calvario. Cerraba los ojos y volvía a ver la escena con una claridad desgarradora: las manos extrañas agarrando con brusquedad el delicado cuerpo de Sasha, el forcejeo inútil de Bimba, el terror en sus ojos que la miraban a ella, su guardiana, en el instante final antes de ser arrebatadas. «¡No debí permitirlo! ¡Debí cerrar la ventana! ¡Debí estar allí antes! ¡Debí…!» El remordimiento era un cuchillo que le serraba el alma. Cada mañana al despertar, la realidad era un puñetazo: el silencio, la mirada perdida de Víctor, la certeza de que su error irreparable había destrozado su mundo perfecto. Gatilandia era ahora un monumento al fracaso, un universo menguado y gris habitado solo por Víctor, su sombra fiel, y ella, la guardiana que no supo guardar.
Víctor se acercó lentamente a donde Elena lloraba en silencio en el sofá. Saltó con un esfuerzo que antes no existía y se acomodó pesadamente sobre su regazo. No ronroneaba. Solo apoyó su cabecita contra su brazo, un gesto pequeño, un hilo frágil que aún los unía en la devastación. Sus ojos, tan tristes como los de ella, la miraron. En esa mirada compartida, en ese peso familiar sobre las piernas, hubo un destello mínimo, casi imperceptible, de lo que alguna vez fue Gatilandia. No era consuelo, no era olvido. Era la triste constatación de que, aunque roto y ensombrecido por la pérdida insondable de Sasha y Bimba, el universo, reducido a sus dos corazones heridos, aún existía. Un universo más pequeño, infinitamente más triste, pero que aún latía con el amor que quedaba, un amor teñido de culpa y de un duelo que jamás encontraría consuelo completo. Gatilandia era, y siempre sería, el universo de Víctor y Elena, pero también el universo del vacío que dejaron sus dos estrellas fugaces.