
No es el amor un cáliz para llenarse,
sino un río que fluye sin preguntas,
una mano que da sin calcularse,
buscando en el otro sus respuestas.
Ser cómplices del mismo destino,
dos raíces trenzadas en la tierra oscura,
donde tu sueño y mi camino
tejen un mapa sin frontera ni muralla.
No es la perfección lo que nos salva,
sino el hallar belleza en lo inesperado:
la grieta en el muro, la maleta abierta,
y abrazar ese caos con mirada serena.
Porque dar sin medida no es ignorar
las piedras del sendero, el frío al alba,
sino mirar la grieta sin dudar
y decir: «Aquí, juntos, haremos cabaña».
Sentirse comprendido en el silencio,
leer en los ojos la palabra no dicha,
ser refugio y camino, tiempo y espacio,
donde el «yo» se disuelve en «nosotros».
Amar así —con raíces y con alas—
es sembrar en la grieta un jardín eterno:
donde cada herida se hace escala,
y cada entrega, un eco que vuelve.
Porque el amor que no guarda monedas,
que abre las manos como pan bendito,
descubre que al dar lo que no queda,
se recibe el universo infinito.
Ser uno para el otro, sin reservas,
es hallar en el otro la propia esencia:
la única medida que conserva
es la que se desborda en la entrega.