La Caminante y el mar de plata verde

El alba apenas rozaba los adarves de Úbeda, teñido de un azul lavanda, cuando Elena cruzó la silenciosa Plaza de Andalucía. El aire fresco olía a tierra húmeda y a historia antigua. Calzaba sus botas de senderismo con la familiaridad de quien va a reencontrarse con un viejo amigo. Su amigo, aquella mañana, sería el mar infinito que rodeaba la ciudad: el mar de olivos.

Siguió el Paseo del Real, donde las fachadas nobles empezaban a capturar los primeros rayos de sol. En la Plaza del Ayuntamiento, aún en penumbra, una figura se movió bajo el arco. Era un hombre mayor, con un bastón y una boina, que inspeccionaba el cielo.

«¡Buenos días, caminante!» saludó Elena, su voz resonando suavemente en el silencio.
«Buenos días te dé Dios, joven», respondió él con una sonrisa arrugada, levantando ligeramente la boina. «Temprano se levanta para domar el olivar.»
«O para que él me domine un poco», contestó Elena con una carcajada suave antes de continuar.

La luz dorada ya bañaba la Plaza Vázquez de Molina cuando llegó. Allí, la imponente Basilica de Santa María de los Reales Alcázares y la esbelta Capilla del Salvador parecían guardianes de piedra dorada. Se detuvo, como siempre, sobrecogida por la belleza serena del Renacimiento. Un grupo de turistas con cámaras charlaba en voz baja cerca de la fuente. Al pasar junto a ellos, un hombre con una guía en la mano le sonrió:
«Bonito día para perderse, ¿verdad?»
«El único modo de encontrarse a veces», replicó Elena con complicidad. «¡Buen camino!»
«¡Igualmente!» respondieron varios a la vez.

El verdadero banquete para los ojos comenzó en los miradores. Elena tomó el Paseo, dejando atrás el caserón solemne. Cada curva, cada balcón abierto al sur, era una revelación. Y allí estaba. El mar. No de agua, sino de plata verde. Millones de olivos, ordenados en suaves colinas hasta donde alcanzaba la vista, sus hojas centelleando bajo el sol naciente como olas capturadas en un instante eterno. El aire se llenó del aroma herbáceo, limpio y profundo. Respiró hondo, sintiendo la paz del vasto paisaje.

En el mirador de la Puerta Graná, cerca de las ruinas de la muralla y la iglesia de San Lorenzo, se encontró con una pareja que contemplaba el horizonte, tomados de la mano.
«¡Hola! ¿No es increíble?» dijo Elena, compartiendo su éxtasis sin poder evitarlo.
«Absolutamente mágico», respondió la mujer, apretando la mano de su compañero. «Parece que el tiempo se detiene aquí.»
«O que fluye de otra manera», añadió él. «¡Buen paseo!»
«¡Que lo disfruten!» les deseó Elena, sintiendo una cálida conexión en ese instante compartido.

Dejó los miradores y se adentró en el mar mismo. Tomó el camino que serpenteaba entre las fincas, el Camino del 18 de Julio. Ahora estaba inmersa en el bosque ordenado. Las ramas plateadas la rozaban suavemente. El suelo, cubierto de hierba y flores silvestres, crujía bajo sus pies. El canto de los jilgueros y las abubillas era la banda sonora. Aquí, la escala cambiaba; la inmensidad se volvía íntima, cada olivo un individuo fuerte y arraigado. Una mujer con un perro alegre cruzó su camino un poco más adelante.
«¡Buenos días!» gritó Elena sobre el alegre ladrido.
«¡Buen día! ¡Hermosa mañana para perderse entre gigantes verdes!» respondió la mujer, haciendo un gesto hacia los olivos centenarios.

El camino ascendía suavemente. La silueta majestuosa del Hospital de Santiago, el «Escorial andaluz», se recortaba contra el cielo cada vez más azul. Subir hasta sus puertas fue el último esfuerzo, recompensado con la vista de su fachada renacentista, imponente y serena, otra joya vigilante sobre el mar de plata.

Las fuerzas flaqueaban, pero el final prometía recompensa. Bajó hacia el centro, el aroma a café recién hecho y pan tostado guiando sus pasos como un imán. El Suizo, con sus mesas en la acera bajo toldos a rayas, era un remanso de bullicio matutino. Al acercarse a una mesa libre, un señor que terminaba su churro la reconoció de los miradores.
«¡Ah, la caminante infatigable! ¿Logró domar el mar?» preguntó con ojos risueños.
«Él me domó a mí, como siempre», rió Elena, sintiendo el cansancio feliz en sus músculos. «Pero ahora, ¡a reponer fuerzas!»
«¡Buen provecho!» le deseó él mientras se levantaba.

Elena se sentó. Ordenó un café con leche bien cargado, un zumo de naranja recién exprimido y una tostada con aceite de oliva virgen extra, dorado y fragante, el líquido sol del mar que acababa de recorrer. Mientras esperaba, miró hacia el sur, en la dirección de donde venía. Allí, bañado en luz, seguía estando el mar de olivos. Un mar antiguo, silencioso, que había compartido con ella y con otros caminantes fugaces esa mañana. Sintió una profunda gratitud. Por la tierra, por la luz, por los saludos compartidos, y por la recompensa humilde y perfecta que estaba a punto de llegar: el primer sorbo de café caliente y el crujir del pan bañado en oro líquido. La caminata había terminado. La mañana, y la historia de Úbeda con su mar verde, continuaban.

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