La Costurera del Nuevo Amanecer

Última parte de la Princesa sin Nombre

El telar se hizo añicos en pedazos de luz violácea, y cada fragmento que cayó a tierra se convirtió en una aguja de hueso estelar.
Las mujeres del reino las encontraron.
No porque las buscaran, sino porque las agujas cantaban.
Un sonido que solo ellas podían oír: el lamento de la Primera Tejedora convertido en canción de cuna.
En las cocinas, las sirvientas recogieron los fragmentos entre la ceniza.
—Esto no es para coser vestidos —dijo la más vieja, con manos marcadas por el agua hirviendo—. Es para coser libertad.
Y con ellas, bordaron harina en los bolsillos de los amos, hasta que los sacos de grano nunca se vaciaron.
En el burdel de la calle del Suspiro, las rameras juntaron los hilos rotos que brillaban entre las tablas del suelo.
—Esto no es hilo —rio la más joven, con los labios pintados de morado—. Es rabia solidificada.
Y tejieron una red invisible sobre sus camas, que hacía que los hombres que las lastimaran despertaran sin recuerdos ni deseos.
En las celdas de las brujas, las prisioneras arañaron las paredes hasta encontrar las astillas del telar incrustadas en la piedra.
—No son herramientas —susurró la condenada a morir al alba—. Son semillas
Y las plantaron en sus propias lenguas cortadas, que crecieron como enredaderas de palabras prohibidas, rompiendo los barrotes.
Mientras tanto, Nyx observaba desde el bosque.
Ya no era una princesa. Ni siquiera humana.
La sangre púrpura en sus ojos la había convertido en un concepto:
El espacio entre puntada y puntada.
El silencio que precede al grito.
La Dama del Bosque se arrodilló ante ella por primera vez.
—¿Qué somos ahora?
Nyx no habló.
Pero en el aire floreció un bordado de luz, mostrando el camino:

  1. Las tejedoras de pan (que alimentan sin pedir permiso).
  2. Las hilanderas de memoria (que rescatan los nombres de las olvidadas).
  3. Las cirujanas de costura (que cierran heridas con hilos de rabia dulce).
    En el castillo, el nuevo rey (un niño de cinco años, hijo de la tercera esposa) firmó su primer decreto con tinta de moras:
    «Prohibido prohibir.»
    Su madre, la reina regente, lo sostuvo en brazos mientras le cosía un amuleto en el interior de su túnica: un trozo de tela del vestido que llevaba el día que Nyx nació.
    —Así recordarás —le susurró—. Así no te perderán.
    Y en el lugar donde estuvo el telar, ahora crece un árbol de agujas.
    Sus frutos son madejas de hilo vivo.
    Sus raíces beben de lágrimas viejas.
    Y cuando el viento pasa entre sus ramas, se oye el rumor de mil historias empezando de nuevo.
    Fin.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *