
En el corazón de la vieja Castilla, donde el viento susurraba leyendas entre las piedras, se alzaba el monasterio de la Orden de Calatrava. Sus muros, testigos de batallas y rezos, guardaban un secreto más precioso que cualquier relicario: la Ceremonia de las Luminarias. Una vez cada generación, las cruces de la orden, forjadas en el mismo hierro de la fe guerrera, eran descolgadas de sus sitios de honor y alineadas en el claustro. Bajo la luna llena, los caballeros más ancianos vertían sobre ellas un aceite sagrado, extraído de olivos que crecían sobre las tumbas de los fundadores. Al ungirlas, las cruces no brillaban, sino que absorbían la luz de las antorchas y la luna, para luego devolverla en un pulso suave y constante, como un corazón de metal y memoria. Era un ritual sin par, una promesa de que la fe no se extinguiría.
Aquel año, la ceremonia fue distinta. Mientras los caballeros, con sus capas blancas marcadas por la cruz roja de Calatrava, se concentraban en la sagrada tarea, una pequeña sombra se coló entre los arcos del claustro. Era un niño, harapiento y de pies polvorientos, llamado Jesús.
Hacía días que no comía. El hambre era un lobo feroz que le roía las entrañas, un dolor más presente y urgente que cualquier divinidad. Su mundo era el de los olvidados, de los que viven al margen de las órdenes y los reinos. Había llegado hasta allí siguiendo el rumor de una gran fiesta, esperando hallar migajas que robar.
Desde su escondite, observó la ceremonia con ojos que no entendían de símbolos, sino de necesidades. Las cruces, al ser ungidas, comenzaron a latir con esa luz tranquila y profunda. Para los caballeros, era un milagro. Para Jesús, era una curiosidad lejana. Su atención no estaba en la gloria celestial, sino en el corral de las gallinas del monasterio, cuyos cacareos llegaban hasta él como un canto de sirena.
Aprovechando el recogimiento general, se escabulló. Sus pequeñas manos, hábiles en el arte de la supervivencia, atraparon a un pollo gordo y somnoliento. El corazón le latía con fuerza, no por la culpa, sino por el miedo a ser descubierto. Con su botín bajo el brazo, huyó del monasterio y se refugió en un hueco entre las rocas, a las afueras del pueblo.
Allí, solo bajo la vasta cúpula estrellada, encendió una pequeña fogata con leña seca. No tenía cuchillo, ni sal, ni paciencia. Desplumó el pollo lo mejor que pudo y, con las manos aún temblorosas por la adrenalina y el hambre, lo asó directamente sobre las llamas. El aroma a carne grasienta y piel chamuscada le hizo salivar de una manera animal.
Cuando consideró que estaba listo, o cuando el hambre no pudo esperar más, se lo llevó a la boca. No había elegancia, ni gratitud, ni ritual. Mordía y arrancaba la carne con ansiedad, casi con desesperación. La grasa le corría por la barbilla y los dedos, quemándose la lengua y las yemas en su prisa. Era un acto puro, primitivo y visceral. En ese momento, el pollo robado no era un pecado; era la vida misma, un triunfo efímero contra la amenaza constante de la nada.
Mientras devoraba su banquete, sin saberlo, estaba de espaldas al monasterio. Desde allí, una de las cruces de Calatrava, que un caballero había dejado momentáneamente en un ventanuco para ajustar su armadura, apuntaba hacia su escondite. La cruz, aún pulsando con la luz sagrada de la ceremonia, parecía observar la escena.
No era una luz de condena. Era una luz que bañaba la figura del niño hambriento, iluminando su pequeño festín con una claridad que no juzgaba. En ese instante, dos mundos chocaban sin hacer ruido: el de la fe ordenada y guerrera, simbolizada por la cruz, y el de la necesidad humana más básica y desnuda, encarnada en un niño llamado Jesús, que se comía un pollo robado con la santa ansiedad de quien se aferra a la vida.
Y tal vez, en el silencio de la noche, esa ceremonia sin par encontró su significado más profundo no en el claustro, sino en la mirada de una cruz sobre un niño que, por fin, había logrado saciar su hambre.
Maravilloso, gracias Elena, aunque para mí, el.hambre llegó hasta tal punto , que ni la vergüenza ni la cruz lo detuvieron para marcharse a Bailén y en su estación de autobuses comerse la comida del día siguiente, de una señora muy elegante , y de escasa visión y que era también pollo, a todos les pareció un nuevo festín de lo más humano y adorable , por supuesto Jesús cenaba idílicamente bajo las últimas horas de sol con apetito de monstruo y destreza de cerrajero…
No te preocupes, el pollo era mío y yo se lo di a Paqui. Nos pareció adorable como disfrutabas en la estación de Bailen comiendo con ese ansia sin par. Un beso Jesús 😘 💕 No te preocupes por nada y cuidate.
Elena, tienes materia de gran escritora, sigue escribiendo y publicando verás a muchos literatos rendidos a tus pies y dándote homenajes.
Los Premios Literarios te aguardan.
Muchas gracias 😘
Pero desgraciadamente ya casi nadie lee y menos en papel. Una pena.
Pero sí, yo seguiré escribiendo.