La Escalera de Nubes

En un pueblo pequeño, donde las montañas besaban las nubes, vivía una niña llamada Sandra. Tenía los ojos del color del cielo al atardecer y una tristeza antigua que llevaba en el corazón desde que su madre había partido, dejando el mundo un poco más silencioso. Una tarde, mientras caminaba por el bosque buscando flores para poner en la tumba vacía —porque su madre nunca había sido encontrada—, descubrió algo extraordinario.
 
Entre los árboles más antiguos, una escalera hecha de luz y vapor se elevaba desde la tierra, girando suavemente hacia lo alto, perdiéndose en un resplandor blanco. No tenía miedo. Solo sintió una certeza profunda: esa escalera la llevaría hasta su madre.
 
Con determinación, Sandra subió el primer peldaño. Era cálido y sólido, aunque parecía hecho de nubes compactadas. A medida que ascendía, el mundo terrenal se desdibujaba. Los sonidos del bosque se apagaron, reemplazados por un silencio melodioso. Subió y subió, hasta que todo a su alrededor se volvió de un blanco cegador, luminoso pero suave, y luego transparente, como si caminara dentro de un diamante de aire puro.
 
En ese lugar de luz, apareció una figura amable con una túnica brillante. «Niña, ¿qué buscas aquí?», le preguntó con voz que sonaba a varias a la vez. «Busco a mi madre», contestó Sandra, su voz temblorosa. La figura sonrió. «Debes hablar con San Pedro, el guardián de las llaves. Él conoce a todos los que llegan».
 
Sandra siguió caminando por aquel espacio diáfano. No había suelo ni techo, solo una claridad infinita. Todo era tan blanco y transparente que a veces veía reflejos de recuerdos pasando como estelas de estrellas fugaces. Después de lo que sintió como un instante y una eternidad, encontró a un hombre anciano, de barba blanca y ojos llenos de bondad, sentado junto a una puerta hecha de perlas y luz. En sus manos sostenía unas llaves que brillaban con su propia luz interior.
 
«San Pedro», susurró Sandra, acercándose. Él la miró con ternura, como si ya la esperara. «Sé por qué has venido, pequeña. Preguntas por tu madre». Sandra asintió, conteniendo las lágrimas. «¿Está aquí? ¿Puedo verla?»
 
San Pedro asintió lentamente. «Sí, está aquí. En un lugar de paz y jardines eternos. Pero no puede venir, ni tú puedes verla. No es tu hora, Sandra. Tu vida en la tierra apenas comienza».
 
La niña sintió que el corazón se le encogía. «Pero no sé vivir sin ella. ¿Cómo tomaré decisiones? ¿Cómo sabré qué camino seguir?»
 
El guardián se inclinó hacia ella, y en sus ojos Sandra vio reflejos de mil vidas, mil caminos. «Sí sabrás. La vida no es un examen que se aprueba o se suspende, Sandra. Es un entrenamiento diario. Te vas a equivocar, y de cada error aprenderás. Vas a caer, y te levantarás más fuerte. Vas a dudar, y encontrarás respuestas en el camino. No estarás sola: tienes un padre que te adora, una abuela que te cuenta historias, amigos que nacerán a tu lado. Y el amor de tu madre no se ha ido; te rodea como el aire, invisible pero siempre presente».
 
Sandra dejó que las lágrimas rodaran libremente por sus mejillas. Eran lágrimas de dolor, pero también de una aceptación que empezaba a brotar en su pecho.
 
«Tu vida será larga y muy bonita», continuó San Pedro, su voz como un arrullo celestial. «Vas a crecer, y un día tu corazón florecerá en amor por una buena persona. Tendrás hijos, y verás a tus nietos jugar a tus pies. Vivirás veranos dorados y noches estrelladas, cosecharás alegrías y superarás penas. Y cuando sea tu hora, mucho, mucho tiempo desde ahora, tu madre te estará esperando aquí, en lo alto de esta escalera, con los brazos abiertos».
 
Sandra cerró los ojos, imaginando esa vida que le pintaban. Sintió, por primera vez, no el vacío de la pérdida, sino la plenitud de lo que estaba por venir.
 
«Adiós, Sandra», dijo San Pedro, levantando una mano en señal de despedida.
 
«Adiós», murmuró ella, y comenzó a descender.
 
La escalera era la misma, pero ella ya no era la misma. Al pisar de nuevo la tierra húmeda del bosque, el aire olía a futuro.
 
Y Sandra vivió.
 
Vivió una infancia donde aprendió a escuchar la voz de su madre en el viento que movía las cortinas. Vivió una adolescencia donde a veces tropezó, pero siempre encontró una mano amiga. Creció, estudió, amó. Conoció a un hombre de sonrisa tranquila y construyó una familia. Tuvo dos hijos que heredaron los ojos de su abuela, y años después, nietos que corrían por su jardín llenándolo de risas.
 
Tomó decisiones, algunas acertadas, otras no tanto. Aprendió que San Pedro tenía razón: la vida era un entrenamiento diario. Cada elección, cada error, cada acierto la fue moldeando. Y a lo largo de los años, en momentos de quietud, sentía una presencia cálida a su lado, como un abrazo de luz.
 
Construyó una vida muy bonita, tejida de momentos simples y grandes amores. Y cuando, siendo muy anciana, sintió que su tiempo se cerraba como un círculo perfecto, miró al cielo una tarde de verano y sonrió.
 
No tenía prisa. Sabía que, al final del camino, había una escalera hecha de luz, una puerta de perlas, y dos pares de brazos esperándola: los de San Pedro, el guardián, y los de su madre, que por fin podría abrazar a la niña que había subido una vez en su busca, y que ahora volvía, habiendo vivido plenamente, lista para el descanso eterno.

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