
Tercera Parte:
La advertencia de Víctor sobre la ambición de Casandra resonaba como un campanazo de hielo en mi mente. Otros mundos. Nuestro mundo. El simple armario del pasillo ya no era una puerta a una aventura curiosa, sino un flanco vulnerable en una guerra fría que no sabíamos que estábamos librando. La urgencia se volvió un latido constante, sincronizado con el crujido de la nieve bajo mis botas improvisadas (unos viejos trapos y cuerdas que Yara me había proporcionado).
Llevé las noticias a Kael y Lira en la bodega helada. La mención de la «Grieta del Suspiro» hizo palidecer aún más la piel azulada de Kael. «El Tercer Glaciar…», murmuró, sus manos temblorosas acariciando un trozo de hielo transparente como si fuera una reliquia sagrada. «Es el más antiguo, el que sostiene el equilibrio térmico de todo el reino. Si la Grieta se ensancha…». No terminó la frase. El horror en sus ojos era elocuente: colapso, inundaciones heladas, el fin de la Tierra de Milhojas de Nata tal como la conocían, incluso bajo la tiranía.
«¿Y los espejos negros?», preguntó Lira, su voz más firme que nunca, aunque sus dedos trenzaban nerviosamente un hilo de escarcha invisible. «¿Qué busca Casandra?»
«No lo sé aún», admití, repitiendo las palabras de Víctor. «Pero es vital. Tan vital como la Grieta. Víctor cree que son la clave de su poder… y de su plan para expandirse.»
Fue Lira quien propuso el plan audaz. «Debemos ver la Grieta del Suspiro. Si está tan débil como dicen, quizás… quizás sea nuestro aliado. Un aliado peligroso, pero tal vez la única fuerza que pueda hacer tambalear a Casandra.» Organizaron una expedición sigilosa: Kael, por su conocimiento ancestral de los glaciares; Lira, por su agilidad y vista de halcón; y yo, como enlace con Víctor y testigo de la magnitud de la amenaza. Dos jóvenes milhojanos, expertos en moverse sin ser vistos entre los ventisqueros, serían nuestros guías y guardianes.
El viaje hacia el Tercer Glaciar fue una pesadilla de viento cortante y paisajes desolados. Pasamos por minas abandonadas, donde enormes cicatrices en el hielo mostraban la extracción despiadada del «cristal de corazón helado», la fuente de la riqueza y la magia oscura de Casandra. El aire mismo parecía llorar, con gemidos que surgían de las profundidades del hielo. «El Suspiro del Glaciar», explicó Kael sombríamente. «Antes era un sonido sereno. Ahora… es un lamento de agonía.»
Cuando finalmente llegamos al borde de la Grieta del Suspiro, el aliento se me heló en los pulmones. No era una simple fisura. Era un abismo que se abría en las entrañas del mundo, una herida oscura y palpitante de varios metros de ancho, de cuyos bordes se desprendían constantemente bloques de hielo del tamaño de casas. Un viento gélido y húmedo, cargado de un polvo de hielo fino como ceniza, surgía de sus profundidades con un sonido continuo, un susurro profundo y desesperado que daba nombre al lugar. El hielo alrededor de la grieta estaba surcado por miles de fracturas menores, como venas negras de muerte helada.
«Está peor de lo que temía», susurró Kael, arrodillándose en el borde con una reverencia dolorosa. «La extracción descontrolada del cristal ha debilitado su núcleo. Es como robarle el corazón a una montaña. Si esto sigue… el glaciar entero se desintegrará. Y cuando caiga, arrastrará consigo media Tierra de Milhojas de Nata.»
Mientras Kael estudiaba las fracturas con ojos de experto agonizante, Lira me señaló algo en el borde opuesto, casi oculto por un saliente de hielo azulado. «Mira. ¿Ves esos surcos en el hielo? No son naturales.» Efectivamente, había marcas profundas y regulares, como si enormes garras o máquinas hubieran arañado la superficie. Y junto a ellas, medio enterrados en la nieve sucia, había fragmentos de un material oscuro y reflectante. Espejo negro.
«Ellos estuvieron aquí», murmuró Lira. «Los Colmillos de Hielo. Buscando algo… o extrayendo algo más.» Recogió un fragmento pequeño. Al tocarlo, un escalofrío intenso, cargado de una sensación de vacío y desesperanza, recorrió mi brazo. Era como tocar el olvido hecho materia.
Mientras nosotros enfrentábamos el abismo, Víctor jugaba el juego más peligroso dentro del Palacio de Espejismos. Había logrado, gracias a su fachada de «Manchitas el Inútil», acceder a los Corredores de los Susurros, una zona de servicio cerca de las estancias privadas de la Reina donde los sirvientes gatos (esclavos de una casta ligeramente superior a los milhojanos) murmuraban las noticias más jugosas.
Fue allí, escondido entre unos barriles de «néctar glacial» (una bebida espirituosa y amarga que los gatos soldados adoraban), donde escuchó el nombre que lo dejó helado: «El Mundo de los Armarios Calientes».
«La Dama está obsesionada», susurraba una gata siamesa de pelaje deslucido mientras fregaba el suelo con un trapo áspero. «Pasa horas en la Galería de los Espejos Sombríos, susurrando a esas superficies negras. Dice que hay un mundo donde el frío es débil, donde los gatos duermen en montones suaves y calientes, donde los ratones… existen.» La última palabra fue un suspiro de anhelo mezclado con miedo.
«Pero ¿por qué ese mundo?», preguntó otro, un joven gato atigrado. «Tenemos poder aquí.»
«¿Poder?», la siamesa soltó un bufido amargo. «¿Poder sobre esclavos aterrorizados y un reino que se desmorona? Ella quiere más. Quiere ese mundo. Dice que sus gatos son blandos, dormilones… fáciles de dominar. Que serían una fuerza de combate perfecta, una vez… motivados adecuadamente. Y los ratones…». Su voz tembló. «Dicen que ha encontrado la manera de usar los espejos no solo para ver, sino para pasar. Pero necesita algo… una fuente de calor puro y constante del otro lado. Un ancla.»
Víctor sintió que el corazón le latía con fuerza contra las costillas. ¡Nuestro mundo! ¡Nuestro armario! Y Casandra necesitaba una fuente de calor… algo constante. Como, por ejemplo, la caldera de la casa, o la chimenea, o… él mismo, durmiendo encima del router. El peligro era inminente y personal.
Su siguiente movimiento fue temerario. Siguió a un sirviente de confianza que llevaba una bandeja con un único objeto: un cofre pequeño, tallado en hueso de ballena helada, que exhalaba un vaho frío incluso en el gélido pasillo. El sirviente entró en una cámara lateral, no vigilada por los guardias habituales, pero protegida por una puerta de hielo esmeralda con runas complejas. Víctor, aprovechando un descuido cuando el sirviente ajustó su carga, se deslizó dentro justo antes de que la puerta se cerrara.
La cámara era pequeña y estaba vacía, salvo por una cosa: un espejo negro de cuerpo entero, montado en un marco de cristales de corazón helado sin pulir. No reflejaba la estancia. En su superficie oscura, como aceite denso, se movían formas indistintas, paisajes borrosos y cálidos… y a veces, fugazmente, la silueta familiar de un sofá, una lámpara, el borde de un armario entreabierto. Nuestra casa.
Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió. No era el sirviente. Era Casandra.
Su presencia llenó la pequeña cámara con un frío que mordía el alma. Sus ojos azules de hielo se clavaron en Víctor, que se había quedado petrificado junto al espejo, su disimulo de torpeza completamente olvidado.
«Manchitas… o debería decir, Víctor», su voz era un carámbano que se desliza por la espalda. No sonreía. Su rostro era una máscara de puro hielo, pero en sus ojos ardía una inteligencia glacial y un conocimiento aterrador. «Tu torpeza era demasiado perfecta. Demasiado… humana.» Dio un paso adelante, su armadura de hielo facetado creando destellos siniestros en la oscuridad del espejo. «Sabía que olías a otro mundo. A calor. A… libertad.» La palabra la pronunció como un insulto.
Víctor retrocedió, pero solo encontró la fría superficie del espejo negro a sus espaldas.
«Eres justo lo que necesitaba», continuó Casandra, extendiendo una mano enguantada en escarcha metálica. No para tocarlo, sino hacia el espejo. «Un vínculo vivo. Un ancla pequeña y peluda al mundo que quiero conquistar. Tus recuerdos de ese lugar… de ese calor… son la llave que estaban incompleta.»
El espejo negro detrás de Víctor comenzó a vibrar. La superficie aceitosa se agitó, y en lugar de reflejos borrosos, empezó a absorber la luz. Una fuerza fría y pegajosa empezó a tirar de él, como si el mismo espejo intentara tragárselo.
«¡No! ¡Humana! ¡Kael! ¡Lira!», maulló Víctor, desesperado, arañando el suelo helado con sus garras, luchando contra la succión cada vez más fuerte del vacío espectral que emanaba del espejo. Pero sus patas no encontraban agarre.
Casandra observaba, impasible, un destello de triunfo cruel en sus ojos de hielo. «Bienvenido a tu nuevo papel, pequeño espía. Serás el primer pie de mi ejército en ese mundo tibio y débil. Y luego… luego iré por tu humana. Por todos ellos.»
La fuerza fue irresistible. Víctor sintió cómo las patas traseras perdían contacto con el suelo. Con un último maullido de terror y rabia, fue arrancado de la cámara y absorbido por la oscuridad líquida del espejo negro. La última imagen que vio fue la sonrisa satisfecha de la Reina de Hielo, antes de que la negrura lo envolviera por completo, dejando la cámara en un silencio aún más frío y mortal.
En el borde de la Grieta del Suspiro, un dolor agudo y repentino me atravesó el pecho, como si una garra de hielo me hubiera agarrado el corazón. «¡Víctor!», grité, sin saber por qué, mirando instintivamente hacia la lejana silueta del Palacio de Espejismos, que ahora parecía una amenaza aún más oscura contra el cielo plomizo.
Lira me agarró del brazo. «¿Qué pasa?»
«No lo sé… pero algo le ha pasado a Víctor. Algo malo. Muy malo.» El fragmento de espejo negro que ella sostenía en su otra mano pareció palpitar con un frío más intenso, como un eco del horror que acababa de ocurrir.
La misión ya no era solo de liberación o protección. Víctor había caído. Y el reloj de hielo que contaba hacia la invasión de nuestro mundo había comenzado a avanzar con una velocidad aterradora. Teníamos que entrar en el Palacio. Teníamos que encontrar ese espejo. Teníamos que rescatar a nuestro espía de bigotes antes de que su conexión con nuestro mundo se convirtiera en el puente de la destrucción. El frío ya no era solo del reino; era el frío de una pérdida inminente, y solo el fuego de la desesperación podría derrotarlo ahora.