
La mañana se equivoca de idioma
y amanece en diagonal.
Las palabras se quitan los zapatos
para no hacer ruido en el pensamiento.
Un semáforo sueña con ser árbol,
la ciudad bosteza cables,
y un reloj —cansado de mandar—
se deja llevar por el pulso del polvo.
Yo escribo con la respiración:
una letra entra, otra sale.
Entre ambas,
un pez de luz aprende a caminar.
Nada es definitivo:
ni la sombra que me sigue,
ni la voz que me nombra.
Todo se inclina, prueba, se corrige.
Al final,
la noche guarda el poema en un bolsillo
y lo olvida a propósito,
para que mañana vuelva a nacer distinto.