La niña del espejo y el príncipe tartamudo

En un pueblo pequeño, donde la lluvia caía con tanta insistencia que los charcos nunca se secaban y el frío calaba hasta los huesos, vivía Lina, una niña de pelo castaño y sonrisa tímida. Su mundo era de ventanas empañadas, bufandas enredadas y tardes interminables mirando cómo las gotas resbalaban por el cristal. El sol era solo un recuerdo lejano, como esos cuentos que los adultos contaban medio en broma: «Dicen que alguna vez hizo calor aquí…».
Una tarde, aburrida y con los dedos entumecidos, Lina trepó al desván de su casa, ese lugar lleno de cajas olvidadas y muebles que guardaban secretos bajo el polvo. Entre sombras y telarañas, encontró un espejo alto, cubierto con una tela raída. Al quitarla, esperaba ver su propio reflejo—pálido, con las mejillas sonrosadas por el frío—pero en su lugar apareció un paisaje vibrante, tan distinto a su realidad que le dolió el pecho de solo mirarlo.
Allí, el cielo era azul. “Azul de verdad”, no ese gris apagado que conocía. El aire debía de ser cálido porque las flores no se encogían, sino que se mecían como si estuvieran riendo. Las margaritas susurraban tonterías—»¿Viste cómo esa abeja tropezó?»—, y las rosas, orgullosas pero no malvadas, le lanzaban advertencias juguetonas: «No te acerques mucho, niña, que aunque soy hermosa, pico».
Sin pensarlo, Lina apoyó la mano en el cristal… y este cedió como la superficie de un lago. Un segundo después, estaba del otro lado.
El calor la envolvió como un abrazo. La hierba le hacía cosquillas en los tobillos, y el olor a tierra mojada y miel la mareó de alegría. Corrió, riendo, persiguiendo a conejos que desaparecían entre los arbustos, saludando a ciervos que levantaban la cabeza con curiosidad. Pero entonces, entre tanta belleza, algo incongruente llamó su atención: un saco de arpillera, viejo y parchado, que se retorcía junto a un árbol.
De él salió una voz vacilante:
—Ho-hola. ¿Po-podrías… ay-ayudarme?
Lina se agachó, curiosa. El saco tenía ojos—dos puntos brillantes entre los pliegues de la tela—y una expresión tan desesperada que le partió el corazón.
—So-soy un príncipe —confesó el saco—. Una bruja ma-malvada me hizo esto. Ne-necesito un beso para volver a la nor-normalidad.
Ella frunció el ceño. Las rosas habían dicho «cuidado», pero ¿acaso no era esto una emergencia?
—¿Y la bruja? —preguntó, bajando la voz.
—Es cr-cruel. Si te ve… —El saco tembló—. Te con-convertirá en algo peor.
Justo entonces, el aire se enfrió. Las flores callaron. Las hojas dejaron de moverse. Y en el lago, la sombra de algo enorme comenzó a extenderse.
—¡A-ahora! —suplicó el saco.
Lina no lo pensó dos veces. Con un gesto rápido, besó la arpillera áspera y mohosa.
El saco estalló en un torbellino de hilos dorados, y de entre ellos emergió un joven alto, despeinado, con los ojos verdes y una sonrisa torpe pero sincera.
—¡Funcionó! —exclamó, sin tartamudear. Pero su alegría duró poco—. Tenemos que irnos. ¡Ya!.
Agarró la mano de Lina y, justo cuando la sombra de la bruja se alzaba como una ola negra, saltaron de vuelta al desván. El espejo se empañó tras ellos, sellando el pasaje.
A la mañana siguiente, Lina despertó con algo inusual: un rayo de sol atravesando su ventana. Afuera, el hielo se derretía en gotas brillantes, y en las ramas de los árboles asomaban pequeños brotes verdes.
Se preguntó si la primavera había estado siempre ahí, esperando al otro lado del espejo. Y si algún día, cuando fuera más valiente, volvería para enfrentar a la bruja…
Pero eso, claro, sería otra historia.
Fin.

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