
1ª Parte
«Mi hija aún no tenía nombre cuando el Rey, mi esposo, me lanzó esa mirada cargada de desprecio.»
—¿Otra niña? —escupió, apenas la partera cortó el cordón que nos unía—. ¿Cuántas más, Elena? ¿Cuántas más vestiré de seda solo para verlas marchitarse entre suspiros y lamentos?
No contesté. No tenía fuerzas. El sudor frío aún resbalaba por mi espalda, el dolor latía en mis entrañas, y mis gritos habían dejado mi garganta en carne viva. Pero no por el parto—eso ya lo conocía—, sino por el silencio que había crecido entre nosotros desde que supo que no le daría un heredero.
La partera me entregó a la pequeña. Era frágil, rosada, temblorosa como un pétalo, pero cuando cerró su diminuta mano alrededor de mi dedo, sentí una fuerza que desafiaba su tamaño. Y supe, entonces, que ningún rey, ninguna espada, ningún frío cálculo de hombres con coronas podría doblegarla.
—Es fuerte —murmuré, más para mí que para él.
El Rey ni siquiera la miró. Se acercó a la ventana y apartó las cortinas con brusquedad, como si la luz del amanecer pudiera lavar su decepción.
—El reino necesita un príncipe, Elena. No una niña que se desmayará ante la primera gota de sangre.
—¿Y si en lugar de desmayarse, la derrama? —repliqué, desafiante.
Se volvió lentamente, con esa expresión de estatua que reservaba para las batallas y los consejos. Como si la vida fuera solo otra negociación.
—Los duques de Roderheim tienen un hijo —anunció, frío—. La madre murió. Están dispuestos a negociar.
—¿Negociar? —Mi voz se quebró—. ¿Como si mi hija fuera moneda de cambio?
—Como lo que son todos: piezas en el tablero.
Me incorporé con esfuerzo, sintiendo el peso de la pequeña contra mi pecho. La habitación olía a hierbas, cera derretida y vida recién nacida. Él, en cambio, olía a tinta y acero. A decisiones tomadas en salones lejanos.
—No la cambiaré —dije, firme—. Ni por un hijo. Ni por tu trono.
El silencio que siguió fue más cortante que un grito. No hubo ira en sus ojos. Solo esa frialdad que precedía a las sentencias.
—Entonces no me dejas opción —susurró.
La puerta se cerró con un golpe seco.
Esperé toda la noche, temiendo que llegaran por ella. Que algún siervo fiel al Rey apareciera en la oscuridad con una orden y un manto para arrebatármela. Así que la abracé contra mí, cantándole las mismas canciones que mi madre me enseñó: historias de tierras lejanas, de mujeres que gobernaban bajo la luna, de lobas que protegían a sus crías entre los árboles.
La cuna permaneció vacía hasta el tercer día.
Al tercer amanecer, el Rey regresó. No estaba solo.
Tras él, escoltado por guardias con armaduras empañadas por la niebla, avanzaba un hombre vestido de negro. No portaba armas, pero en sus manos sostenía un cofre de ébano, pequeño, brillante, con un cerrojo que destellaba como una estrella cautiva.
—Elena —dijo el Rey, con una voz que pretendía ser calmada—, este es el Maestro Alaric.
El hombre inclinó la cabeza en un gesto preciso, casi artificial.
—Majestad —murmuró, sin alzar la mirada.
Yo apreté a la niña contra mí. Ella dormía, ajena a todo.
—¿Qué quieren? —pregunté, aunque el nudo en mi estómago ya me lo decía.
El Rey calló. En su lugar, el Maestro Alaric abrió el cofre. Dentro, sobre terciopelo rojo, yacía una aguja.
No era una aguja común.
Era delgada como un rayo de luna, y en su punta brillaba algo que no era metal, sino luz pura, como si hubiera robado un fragmento del cielo.
—Un regalo —dijo el Rey—. Para nuestra hija.
—No necesitamos tus regalos —respondí, sintiendo el veneno tras sus palabras.
El Maestro Alaric tomó la aguja con delicadeza.
—No es un regalo de él, Majestad. Es un regalo para ella. Una… modificación. Una mejora.
—¿Qué clase de mejora? —pregunté, retrocediendo instintivamente.
El Rey suspiró, como si mi resistencia fuera un obstáculo trivial.
—Una que hará que, aunque sea mujer, no sea frágil.
El Maestro Alaric dio un paso adelante.
—Con esto, no llorará. No vacilará. No se someterá a nadie. Será fuerte. Será… impecable.
Mis dedos se aferraron a las sábanas.
—¿Y qué le quitará a cambio?
El silencio fue suficiente respuesta.
Lo vi en sus ojos. Lo entendí en la forma en que el Maestro Alaric observaba a mi hija, como un escultor evalúa la piedra antes de tallarla.
No era un regalo.
Era una condena.
—No —dije, levantándome de la cama, desafiando el dolor—. No la tocarán.
El Rey frunció el ceño.
—No es una petición, Elena.
—Entonces tampoco lo es mi respuesta —repliqué, llevando a la niña hacia la ventana.
El Maestro Alaric sonrió, y en esa sonrisa no había calor.
—Todos los padres desean la grandeza para sus hijos.
—Exacto —susurré—. Por eso no dejaré que ustedes definan qué es grandeza.
El Rey perdió la paciencia.
—Tráiganlas —ordenó.
Los guardias avanzaron.
Pero yo ya había abierto la ventana.
Y salté.
El aire helado me azotó el rostro.
No pensé en la caída. No en las piedras afiladas del foso, ni en los árboles que podrían destrozarnos. Solo sabía que no podía quedarme. No podía permitir que esa aguja la convirtiera en otra cosa.
Pero no llegamos al suelo.
Algo nos detuvo.
Una fuerza invisible, como brazos hechos de viento, nos envolvió. Luego, una voz susurró en mi oído, fría como el metal:
«No es su hora.”
Abrí los ojos. Estábamos en tierra, intactas. La niña seguía dormida, ajena al peligro.
Miré hacia arriba. El Rey y el Maestro Alaric nos observaban desde la ventana. Él no parecía sorprendido. Solo… fascinado.
—¡Captúrenlas! —rugió el Rey, pero su voz ya era distante.
Corrí.
No hacia los establos. No hacia las murallas. Corrí hacia el único lugar donde sabía que no nos seguirían: el Bosque de los Suspiros.
Me encanta Elena. Sigue así 😃
Gracias 🧚♀️
Muy interesante, esperando ya lo que sigue!!!
Gracias sigue leyendo 🧚♀️
Un retelling oscuro de La Bella durmiente, pero enriquecido y ampliado con el mundo personal de Elena.
Me está encantando la historia y la ambientación.
Quiero más de esto.
Muchas gracias 😘