
Los días en Pontedeume tejieron una nueva urdimbre en la vida de Iria, tan resistente y profunda como las raíces de los robles que custodiaban el río Eume. La rutina era un bálsamo: los desayunos compartidos con Dolores, ahora más dócil, observando el río desde la cocina; las mañanas ayudando a Fiz con las tareas duras de la huerta, sintiendo la tierra húmeda bajo sus uñas; las tardes leyéndole a la abuela junto a la chimenea crepitante, el sonido ronco de su respiración un contrapunto familiar. Las cartas de Brais seguían llegando, puntuales como las mareas, acumulándose en la vieja lata de galletas. Iria las tocaba, sentía el peso del papel, la tinta de sus promesas, pero no las abría. Una paz extraña, nacida de la renuncia y la aceptación, la envolvía.
Hasta que el invierno gallego desplegó su manto más crudo. Un frío cortante, peor que cualquier otro, se coló por las grietas de la vieja casa de piedra. La niebla del Eume, habitualmente etérea, se volvió una lápida gélida y persistente. Y Dolores, como un pajarillo frágil, se resintió. Una tos seca y profunda se instaló en su pecho, robándole el color, el apetito y, lo que era peor, la chispa de terquedad que aún le quedaba. Se encogió en su sillón, apagada, ajena incluso a las bromas del Trasno (que ese invierno parecía haberse dedicado con esmero a esconder las zapatillas de Dolores y a hacer sonar los cacharros de cobre en la cocina a medianoche).
Fiz, con su fuerza serena, cargaba leña sin cesar. Iria, con un nudo de miedo en la garganta que no había sentido ni al dejar Santiago, se convirtió en una sombra al lado de su abuela. Preparaba caldos espesos de col y patata, frotaba su espalda con ungüentos de romero que olían a bosque, le cantaba viejas canciones que Dolores tarareaba en sueños. Las cartas de Brais quedaron olvidadas en su lata. El mundo se redujo al círculo de luz de la lámpara junto al sillón, al sonido rasposo de la respiración de Dolores y al rumor inquietante del río, más alto, más voraz que nunca bajo la niebla perpetua.
Una noche particularmente oscura, cuando el viento aullaba como un lobo herido y la lluvia golpeaba los cristales, Dolores se agitó. Su respiración se volvió un quejido. Iria, desvelada, sintió el pánico helarle las venas. Fiz dormitaba en una silla cercana.
—Abuela…— susurró Iria, cogiendo su mano frágil y caliente a la vez. Dolores abrió los ojos, vidriosos, perdidos.
—El río…— murmuró, con una voz que no era la suya, ronca y antigua —Llama… tan fuerte… Quiere llevarse lo suyo…
Un escalofrío, diferente al frío de la noche, recorrió a Iria. Miró hacia la ventana. La niebla era impenetrable. Pero entonces, como si una mano invisible la apartara justo frente a su mirada, un claro se abrió en el manto gris. Y allí, en la orilla misma, bajo la débil luz de una luna oculta, vio la figura. No era una sombra vaga. Era una mujer, alta y esbelta, envuelta en lo que parecían jirones de niebla y luto. Su rostro era pálido, de una belleza trágica y eterna, bañado por una luz propia, plateada y fría. La Dama del Eume. No vagaba. Miraba fijamente hacia la casa. Hacia la ventana. Hacia Iria. Y en esa mirada no había amenaza, sino una tristeza infinita, un eco del dolor que Iria sentía apretándole el pecho al ver a su abuela sufrir. Era como si el río mismo, a través de su guardiana espectral, estuviera compartiendo su pena ancestral.
—No…— susurró Iria, sin saber si hablaba a la Dama, al río, o al destino. Apretó con más fuerza la mano de Dolores —No te llevaré. No todavía.
La figura de la Dama no se movió. Solo mantuvo su mirada melancólica, un espejo líquido del dolor de Iria. Y luego, lentamente, como disolviéndose en la propia esencia de la niebla, comenzó a desvanecerse. No se fue caminando. Simplemente dejó de estar allí, y la niebla cerró el claro como una cortina.