La Segunda Semilla de Xul-Kat

Segunda Parte

La lluvia duró tres días y tres noches, una danza perfecta y serena que lavó el polvo de la derrota del rostro de la gente de Xul-Kat. Cuando el sol regresó, no lo hizo con la furia de antes, sino con una calidez benévola que besó la tierra húmeda. En cuestión de días, un manto tenue de verde comenzó a cubrir los campos, y el maíz, que parecía moribundo, estiró sus hojas hacia la luz con una fuerza renovada.

Pero la verdadera transformación no estaba solo en la milpa, sino en el corazón de la comunidad, y especialmente en el de Luna. La experiencia del ritual había plantado en ella una semilla de curiosidad más profunda que la raíz de la ceiba. Ya no le bastaba con escuchar las historias; necesitaba comprender su lenguaje.

Comenzó a visitar con frecuencia la choza de Akah, el Ah Kin. Al principio, el sacerdote la observaba en silencio, midiendo la sinceridad de su interés. Pero Luna no llegaba con preguntas infantiles, sino con una quietud respetuosa. Ayudaba a ordenar las hierbas, a limpiar el polvo de las piedras de obsidiana y, sobre todo, escuchaba.

—Abuelo Akah —preguntó una tarde, mientras el hombre molía hojas secas para un preparado—. El canto que hiciste… ¿era una petición o un recordatorio?

Akah dejó el mortero y la miró, una chispa de aprobación en sus ojos oscuros.
—Una buena pregunta, pequeña semilla. No era ni una ni otra. Era una conexión. El copal es el aliento, el caparazón de tortuga es la tierra, el canto es el corazón. Cuando todo vibra al unísono, recordamos quiénes somos: hijos del maíz y de la lluvia. Y los dioses recuerdan su promesa. No se fuerza su voluntad; se les invita a danzar con nosotros.

Mientras Luna aprendía la gramática de lo invisible, su propio padre, Kínich Pech, un hombre que confiaba más en su machete que en los cantos, observaba los cambios con una mezcla de escepticismo y desconcierto. No podía negar que la lluvia había llegado justo después del ritual, pero lo atribuía a una «casualidad afortunada». Sin embargo, ver a su hija tan absorta en las viejas costumbres lo ponía inquieto.

La paz de Xul-Kat se vio interrumpida unas semanas más tarde. Por las mañanas, los habitantes encontraban huellas de pequeños animales alrededor de las milpas, y algunas mazorcas jóvenes aparecían mordisqueadas. Para Kínich Pech y los más modernos, la solución era simple: colocar trampas para los roedores y alimañas.

Pero el Abuelo Balam y la Abuela Ixaz se opusieron con firmeza.
—¡No son simples animales!—advirtió Balam, golpeando su bastón en el suelo—. Son los Aluxes. Se sienten ignorados. Las ofrendas se han descuidado. Si les haces daño, su travesura se convertirá en rabia, y desviarán no solo la lluvia, sino la fortuna misma de la cosecha.

Kínich Pech se rio, un sonido áspero en el aire tranquilo de la tarde.
—¿Aluxes ?Son ratas y coatíes, abuelo. No podemos dejar que se coman nuestro sustento por una superstición.

La comunidad se dividió nuevamente. La tensión regresó, más amarga esta vez, porque no era contra la naturaleza, sino entre ellos.

Luna, atrapada en el medio, sintió el conflicto como un nudo en el estómago. Esa noche, soñó. No con relatos, sino con imágenes claras: vio a los pequeños Aluxes, no como duendes de leyenda, sino como espíritus hechos de hojas y sombras, observando con tristeza las milpas, esperando en vano la pequeña porción de saka que era su tributo de gratitud.

Al día siguiente, sin consultar a nadie, Luna actuó. Tomó un poco de la masa de maíz que su madre había preparado, la diluyó con agua en una jícara y, al caer la tarde, se dirigió a la milpa de su familia. Con el corazón latiendo fuerte, vertió un poco de la bebida en la base de varias plantas de maíz, susurrando las palabras que había escuchado a la Abuela Ixaz: «Gracias, pequeños guardianes. Esta es su parte».

No dijo nada a su padre. Al día siguiente, las huellas alrededor de su milpa habían desaparecido. Las mazorcas estaban intactas. En las milpas de los vecinos que habían hablado de trampas, los «desperfectos» habían aumentado.

La noticia se esparció como el aroma del copal. Kínich Pech no podía creerlo. Caminó hasta su parcela y revisó cada planta. No había señal de daño. Esa noche, se acercó a la hamaca donde Luna mecía suavemente a su hermano menor.

—Hija —dijo, su voz áspera por la emoción contenida—. ¿Qué hiciste?

—Solo les devolví su respeto, padre —respondió ella sencillamente—. La Abuela Ixaz dice que el mundo visible y el invisible son como el maíz y la lluvia. No pueden vivir el uno sin el otro.

Kínich Pech no respondió. Se quedó mirando el fuego, y por primera vez, la duda en sus ojos no era hacia la tradición, sino hacia su propia certeza.

Al ver la sabiduría de la joven Luna, los ancianos sonrieron. El Abuelo Balam colocó una mano sobre la cabeza de la niña.
—La semilla ha germinado—le dijo a Akah—. El ciclo no se romperá.

El Ah Kin asintió.
—Ella no solo escuchó el mensaje en la lluvia. Aprendió a responder. Eso es más poderoso que cualquier ritual. Xul-Kat no solo tiene lluvia para este año, sino un nuevo brote de sabiduría para los que vienen.

Y así, bajo la misma ceiba que había presenciado plegarias ancestrales, una nueva guardiana comenzaba a crecer, asegurando que la danza entre el cielo, la tierra y el corazón de su gente nunca terminaría.

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