
Clara caminaba por la orilla del mar al amanecer, como hacía casi todas las mañanas. A sus cincuenta y tantos años, había aprendido que la soledad no era un vacío, sino un espacio lleno de sus propios latidos, de sus pensamientos, de Dios. No necesitaba más. La gente a su alrededor a veces murmuraba: «Pobrecita, tan sola», pero ella sonreía sin explicarles que nunca lo había estado.
Un día, mientras paseaba por el mercado, una anciana le tendió un viejo libro de salmos. «Para ti, hija», le dijo con una sonrisa que parecía guardar secretos. Clara lo aceptó sin pensar mucho, pero esa noche, al hojearlo, encontró una nota descolorida entre sus páginas:
«El que ama la soledad nunca está solo, porque en ella habita el Amor más grande.»
Al leerlo, algo dentro de ella resonó como un eco antiguo. No era nostalgia, ni tristeza, sino una certeza profunda. Al día siguiente, volvió al mercado buscando a la anciana, pero nadie recordaba haberla visto.
Las semanas pasaron, y Clara siguió su rutina en apariencia inmutable: sus paseos, sus libros, sus tardes de oración. Pero algo había cambiado. Ahora, cuando miraba el mar o las estrellas, sentía que su soledad era un diálogo. Una presencia que la envolvía sin necesidad de palabras.
Una tarde, sentada en el muelle, un niño se acercó a mirar las gaviotas. Sin mediar palabra, se sentó a su lado. Clara no le habló, pero su silencio se llenó de una paz compartida. Al rato, el pequeño le sonrió y se fue corriendo. En ese instante, Clara entendió.
No era que el amor humano le hubiera faltado. Era que había algo más grande, un amor que no dependía de promesas ni de ausencias. Un amor que estaba en el viento, en el rumor del mar, en los ojos de un niño desconocido.
Y así, sin buscarlo, encontró lo que ya tenía. La soledad había sido, siempre, la puerta.
(Fin)