
Érase una vez, en un reino olvidado por los mapas, una joven llamada Helara que poseía un don peculiar: podía tejer la luz de la luna. No era la luz plateada y fría que todos conocían, sino la luz antigua y dorada que se filtraba en los sueños más profundos.
En sus manos, esa luz se volvía hilo, y con un huso de ébano, ella la hilaba en su rueca de cristal. Con esos hilos de oro líquido, bordaba mantos para los bebés recién nacidos, para que sus sueños estuvieran llenos de dragones amigables y campos de algodón de azúcar. Bordaba pañuelos para los ancianos, para que en sus noches encontraran la memoria perdida de un primer amor.
Pero un año, el Invierno Eterno llegó al valle. No era un invierno común; era un silencio gélido que se extendió desde la Montaña del Olvido. Los ríos se quedaron quietos, los pájaros callaron en pleno vuelo y el cielo se tornó de un gris perenne. Lo peor era que la luna, esa noche tras otra, se ocultó tras un velo de niebla impenetrable. Helara no podía recoger su luz. Sin sus bordados, la gente comenzó a perder la esperanza. Los sueños se volvieron grises y vacíos, y el frío no era solo del cuerpo, sino del alma.
Determinada, Helara empaquetó su rueca de cristal y su huso de ébano, y emprendió un viaje hacia la Montaña del Olvido, de donde todos sospechaban que provenía la maldición.
El camino fue arduo. Los árboles estaban desnudos y sus ramas parecían garras negras contra el cielo. No encontró animales, ni voces, ni siquiera el susurro del viento. Solo un silencio absoluto que pesaba como una losa. Tras días de caminata, hambrienta y con los dedos entumecidos, llegó a una cueva en la base de la montaña. Dentro, no había un monstruo, ni un hechicero malvado. Encontró a un niño.
Era un niño pequeño, sentado solo en la oscuridad, abrazando sus rodillas. Y lloraba. Pero sus lágrimas no hacían sonido, y de sus ojos no caía agua, sino ese mismo frío y silencio que había invadido el valle.
—¿Por qué lloras? —preguntó Helara, su voz rompiendo el mutismo como el cristal más frágil.
El niño alzó la vista. Sus ojos eran como pozos profundos y vacíos.
—Me olvidaron—susurró, y su voz era el eco de una puerta cerrándose en una mansión abandonada—. Soy el Recuerdo del Primer Juego. Todos los niños, al crecer, me dejan atrás. Ahora, nadie me recuerda. Así que el olvido se expande desde mí.
Helara comprendió entonces. El invierno no era un hechizo, era una pena profunda. Se sentó junto al niño y observó su rueca de cristal, inútil sin la luz de la luna. Pero entonces, miró al niño, a su tristeza tangible, y tuvo una idea.
No necesitaba la luz de la luna. Necesitaba algo más cálido, más cercano.
—¿Puedo tejer tu recuerdo? —preguntó.
El niño, confundido, asintió.
Helara no tomó su huso. En su lugar, extendió sus manos y comenzó a acariciar el aire frente al niño, como si estuviera desenredando una madeja invisible. De la nada, un hilo tenue y brillante comenzó a formarse. No era dorado como la luz de los sueños, sino plateado y cálido como la caricia de una madre. Era el hilo del recuerdo feliz.
Trabajó toda la noche. Con esos hilos de memoria pura, comenzó a tejer en su rueca. No hizo un pañuelo ni un manto. Tejió una cometa. Una cometa brillante, hecha de risas infantiles, del cosquilleo del césped fresco en los pies descalzos y de la emoción de correr contra el viento.
Cuando terminó, se la entregó al niño.
—Este eres tú. Esto es lo que eres. La alegría pura. Nadie puede olvidar esto para siempre.
El niño tomó la cometa. Una sonrisa, la primera en siglos, iluminó su rostro. En ese instante, un rayo de luz, la verdadera luz de la luna, atravesó la entrada de la cueva. El velo de niebla comenzó a disiparse.
Helara y el niño salieron de la cueva y corrieron por la ladera, haciendo volar la cometa de recuerdos. Con cada paso que daban, el color regresaba al mundo. El gris del cielo se tornó azul, el hielo de los ríos se quebró con un susurro alegre, y los pájaros, al despertar, entonaron un canto que era un himno a la mañana.
El Invierno Eterno había terminado. El niño, el Recuerdo del Primer Juego, no desapareció. Se transformó en una brisa cálida que siempre ronda en los patios donde los niños juegan, recordándoles, y a los adultos también, la sencilla y poderosa magia de la felicidad.
Y Helara regresó a su aldea, comprendiendo que el material más poderoso para tejer no era la luz de la luna, ni de las estrellas, sino la luz que llevamos dentro: la memoria, la esperanza y el amor. Y desde entonces, sus bordados fueron aún más hermosos, porque estaban hechos con la esencia misma de la vida.