
En el tejido de la vida, algunas hebras brillan bajo el sol mientras otras se anudan en la sombra. Así eran las infancias de Teresa y Elena, dos niñas cuyas experiencias dibujaron mapas emocionales radicalmente distintos.
Teresa aprendió pronto que las sonrisas pueden ser fortalezas, escudos tras los cuales esconder lo que duele. En su libro «Lo que esconde una sonrisa», describe una infancia donde el afecto era moneda de cambio, donde el silencio pesaba más que los gritos. En su familia, el amor llevaba guantes de hierro: unas veces acariciaba, otras golpeaba. Aprendió a anticipar tempestades en la mirada de sus padres, a medir palabras como si fueran cristales que pudieran cortar. Su felicidad era intermitente, frágil como un hielo sobre agua tibia.
Mientras tanto, Elena nacía con una parálisis cerebral infantil, una hemiparesia derecha que marcó su cuerpo pero no su espíritu. Su mundo, aunque físicamente limitado, se expandía en otras dimensiones. Rodeada de familia y amigos que celebraban sus logros y acompañaban sus luchas, Elena construyó su felicidad sobre cimientos sólidos de aceptación. Sí, a veces la ignoraban, cuando los niños corrían demasiado rápido para sus pasos inseguros. Sí, a veces se sentía sola, cuando su cuerpo no respondía como el de los demás. Pero en esos momentos, encontró refugio en los libros, universitos paralelos donde podía caminar, correr, volar sin limitaciones.
La diferencia fundamental no estaba en las circunstancias, sino en la calidad del amor recibido. En la familia de Teresa, el amor era condicional, un premio que se ganaba o se perdía según estados de ánimo impredecibles. En la de Elena, el amor era un continente, un territorio seguro donde ser, sin necesidad de demostrar constantemente merecerlo.
Yo me pongo a pensar en mi propia infancia, tan feliz como la de Elena en su esencia, aunque sin sus desafíos físicos. Recuerdo risas que no escondían dolor, abrazos que no dejaban residuos de miedo, regaños que nunca cuestionaron mi valor fundamental. Comprendo ahora que tuve lo que Teresa anhelaba: la seguridad emocional que permite crecer sin mirar constantemente hacia atrás.
Los libros salvaron a ambas, aunque de formas diferentes. Para Teresa, fueron ventanas hacia mundos donde las familias no herían, modelos de relaciones que no conocía. Para Elena, fueron puentes hacia experiencias que su cuerpo le negaba, compañeros silenciosos en tardes de soledad. Ambas encontraron en las páginas lo que la realidad les ofrecía de forma incompleta.
Al final, las infancias de Teresa y Elena nos muestran que la felicidad infantil no depende de la perfección, sino de la presencia auténtica. No requiere ausencia de dificultades —Elena lo demostró—, sino presencia de amor incondicional. La sombra que persiguió a Teresa no fue la adversidad, sino la inseguridad afectiva; la luz que guió a Elena no fue la facilidad, sino la certeza de ser amada.
Entre ambas historias, comprendemos que las familias no se miden por lo que evitan, sino por cómo acompañan; no por los golpes que dan, sino por los abrazos que ofrecen después de caer. Y que una infancia feliz no es aquella sin dolor, sino aquella donde el dolor nunca viene de quienes deberían consolar.
Hola buenos días Elena está muy interesante está muy bonito me a encantado 😊