
El cielo era un océano de luz, donde las nubes doradas se mecían como olas suaves. Entre ellas, Lola y Pablo corrían descalzos, pisando destellos de estrellas que estallaban en risas al contacto de sus pies. Jesús los observaba con ternura, mientras el primo Nacho intentaba atrapar colas de cometas fugaces. Los abuelos tejían guirnaldas de flores que nunca se marchitaban, y los tíos cantaban canciones que el viento celestial llevaba de un lado a otro.
Pero abajo, en la Tierra, Elena corría por el campo al atardecer, con el vestido manchado de barro y los pies descalzos hundiéndose en la tierra húmeda. Saltaba una y otra vez, extendiendo los brazos hacia la luna, que brillaba como un faro lejano.
—¡Mamá! ¡Pablo! —gritaba, pero solo el eco le respondía entre los árboles.
En la granja, sus fieles compañeros la observaban. Sasha, la gata tricolor de ojos verdes como esmeraldas, se frotaba contra sus piernas, ronroneando para calmarla. Bimba, la gata blanca y negra, más tímida, la miraba desde el porche con su mirada dorada llena de complicidad. Víctor, el gato negro de pelaje brillante, saltó sobre el cercado y maulló fuerte, como si también quisiera llamar a quienes estaban en el cielo.
Canela, el caballo castaño, relinchó y sacudió su melena, impaciente. Nube, el conejo blanco, se acurrucó junto a Elena, y Lucía, la oca, graznó desde el estanque, agitando las alas.
Elena suspiró y se dejó caer sobre el pasto, mirando el cielo que empezaba a llenarse de estrellas. Cerró los ojos y, de pronto, ya no estaba en la Tierra.
Ahora pisaba nubes algodonosas. Su madre, Lola, la abrazó con fuerza, y Pablo le tomó de la mano para llevarla a saltar sobre arcoíris. Jesús les sonrió mientras el primo Nacho hacía malabares con estrellas fugaces. Los abuelos le ofrecieron miel de luz, y los tíos la hicieron reír con historias de cuando era pequeña.
Mientras tanto, en la granja, Sasha y Bimba se acurrucaron junto a Elena, que dormía con una sonrisa. Víctor vigilaba desde lo alto del tejado, y Canela, el caballo, resoplaba suavemente, como si entendiera que, aunque su cuerpo estuviera en la Tierra, su corazón jugaba entre las estrellas.
Porque el amor no conoce distancias, y los sueños borran las fronteras entre el cielo y la tierra.