Las Sombras en los Cajones y el Ronroneo de Alerta

Quinta Parte:

Regresar a casa fue como sumergirse en un baño tibio después de meses en la nieve. El olor a café recién hecho, a libros y a la manta favorita del sofá me envolvió, un bálsamo para el alma herida y el brazo que aún palpitaba con un frío fantasma bajo el vendaje apretado. Pero la normalidad era una ilusión frágil, una capa delgada sobre la realidad fracturada que ahora conocíamos.

Víctor, mi valiente y maltrecho espía de bigotes, dormitaba en mi regazo, envuelto en su manta más suave. Ya no temblaba, pero su sueño era inquieto. Patadas involuntarias, espasmos en los bigotes, y a veces, un maullido sofocado, agudo, lleno de una alarma que solo él podía oír. La experiencia en el espejo negro, ser usado como ancla y casi disuelto, había dejado cicatrices profundas, no en su pelaje,, sino en su espíritu felino. Ya no se lanzaba a abrir cajones con su antigua alegría destructiva. Ahora los observaba, con sus ojos dorados, ahora más agudos y cansados, con una cautela que partía el corazón. Era como si cada sombra, cada rincón oscuro, pudiera contener un fragmento del vacío que casi lo devora.

El brazo que Casandra había golpeado con su látigo de escarcha era un recordatorio constante. Los médicos humanos no encontraron daño físico severo, solo una «congelación superficial inusual», pero la sensación persistía: un frío interno, punzante, que se activaba en las noches silenciosas o cuando la luz golpeaba ciertos ángulos, creando reflejos oscuros. Llevaba siempre un grueso brazalete de lana, no solo por el frío residual, sino como un escudo simbólico contra lo que ese frío representaba.

Pasaron semanas. Intentamos volver a la rutina. Yo trabajaba frente al ordenador; Víctor dormitaba cerca, pero ya no encima del teclado. Su lugar preferido era ahora un cojín junto a la ventana, desde donde podía vigilar la habitación y el temido armario del pasillo, cuyas puertas ahora permanecían cerradas con una llave que guardaba con celo. Sin embargo, la paz era precaria.

Las primeras señales fueron sutiles. Reflejos donde no debía haberlos. Un destello oscuro, fugaz, en la superficie del microondas apagado. Una sombra que se movía demasiado rápido, como un gato negro escurridizo, en el borde de mi visión cuando estaba sola en la cocina. Pensé que era estrés, secuelas del trauma. Hasta que Víctor empezó a reaccionar.

Una tarde, mientras leía en el sofá, Víctor, que parecía dormido, se incorporó de golpe. Todo su cuerpo se tensó, el pelaje erizado, los ojos clavados, con las pupilas dilatadas como lunas negras, en el cajón inferior del escritorio. Un cajón que estaba cerrado. Emitió un gruñido bajo, gutural, un sonido que nunca había hecho antes, lleno de una advertencia primal. Me acerqué con cautela, el frío en mi brazo punzando de repente. Al abrir el cajón, solo había papeles viejos y bolígrafos. Pero el aire que salió… olía a polvo de hielo metálico, el mismo olor de las minas de cristal de corazón helado.

Víctor no se relajó. Olfateó el aire con intensidad, recorriendo la habitación como un sabueso, deteniéndose ante el espejo del baño (donde por un instante, juré ver una silueta alta y esbelta reflejada detrás de la mía), ante la puerta del armario cerrado, y finalmente, ante la rejilla de ventilación del suelo en el pasillo. Allí se quedó, rascando suavemente el metal con una garra, maullando con un tono urgente, interrogativo.

Fue entonces cuando entendí. Los espejos negros del palacio de Casandra estaban destruidos, sí. Pero los fragmentos… ¿habían desaparecido realmente? ¿O, como virus o esporas, habían encontrado la manera de viajar, de adherirse a objetos, a sombras, a reflejos? ¿Y podían, quizás, crecer? Víctor, con su conexión forjada a fuego (o a hielo) con esa energía oscura, era la primera alarma. Sentía las sombras residuales, las puertas diminutas que intentaban abrirse en nuestra realidad.

La confirmación llegó de manera escalofriante. Una noche, desvelada por el frío en el brazo y el sueño inquieto de Víctor, bajé a la cocina por agua. La luna llena entraba por la ventana, bañando todo en una luz plateada. Y allí, en la superficie lisa y oscura de la vitrocerámica apagada, no vi mi reflejo. Vi un parpadeo de imágenes: fragmentos de hielo negro, un ojo azul glaciar que se abría y cerraba (¿Casandra vigilando?), y por un instante aterrador, la figura diminuta y encorvada de un milhojano, sus ojos helados llenos de un pánico mudo, como si estuviera atrapado dentro del reflejo, golpeando una barrera invisible. Desapareció en un parpadeo, dejando solo mi pálido rostro lleno de horror.

Al día siguiente, decidí contarle todo a Víctor. Ya no podía fingir normalidad. Nos sentamos en el sofá, su cojín favorito ahora nuestra «sala de estrategia».

«Lo siento, gatito», dije, acariciando su cabeza que descansaba sobre mi pierna no herida. «No estábamos a salvo. Las sombras… los fragmentos… siguen aquí. Y tú las sientes, ¿verdad?»

Víctor levantó la cabeza. Sus ojos, aunque cansados, ya no mostraban el miedo paralizante de las primeras semanas. Había una determinación nueva, templada en el fuego de la supervivencia. Maulló, un sonido corto y firme, y luego, con una pata, tocó suavemente mi brazo vendado, donde el frío de Casandra persistía. Luego, tocó su propio pecho, sobre el corazón. El mensaje era claro: Estamos conectados. Ambos marcados. Ambos en peligro. Ambos debemos luchar.

«¿Qué podemos hacer?», pregunté, sintiéndome inmensamente pequeña ante una amenaza que se colaba por los reflejos de mi casa.

Víctor saltó del sofá. Se acercó al escritorio, al cajón que lo había alterado. Maulló, insistiendo. Dudé. ¿Abrirlo era invitar a algo? Pero confié en él. Abrí el cajón. Vacío, como antes. Víctor metió la cabeza, olfateando intensamente. Luego, con una pata, arañó la esquina trasera izquierda, donde el cartón del fondo se unía a la madera. Un lugar insignificante. Me acerqué. Allí, casi imperceptible, pegado como una lágrima oscura y seca, había un minúsculo fragmento de espejo negro, no más grande que una uña. Emitía un frío palpable y una sensación de vacío que me hizo retroceder.

Víctor no retrocedió. Observó el fragmento, sus bigotes vibrando. Luego, hizo algo extraordinario. Se sentó frente a él, cerró sus ojos dorados, y comenzó a ronronear. Pero no era su ronroneo habitual de contento o sueño. Era un ronroneo profundo, constante, enfocado. Era el mismo ronroneo que había hecho frente al Gran Espejo, el ronroneo de batalla, de calor concentrado, de afirmación de la vida. Lo dirigió hacia el fragmento, como un láser de energía felina.

Al principio, nada. El fragmento seguía allí, oscuro y frío. Pero luego, lentamente, como hielo bajo un sol tenaz, el borde del fragmento comenzó a… ¿desdibujarse? No se derretía, sino que parecía disiparse, como humo negro siendo arrastrado por una brisa invisible. Un leve silbido, como un suspiro de alivio, emanó del punto donde estaba pegado. En menos de un minuto, el fragmento había desaparecido por completo. Solo quedaba un leve olor a ozono y un punto en el cartón ligeramente más claro.

Víctor abrió los ojos. Estaba jadeando levemente, agotado, pero en sus pupilas ardía una chispa de triunfo cansado. Podía combatirlos. Su calor, su esencia, su ronroneo concentrado, podía disipar las sombras residuales.

La revelación fue un rayo de esperanza. No estábamos indefensos. Teníamos un arma: el ronroneo de Víctor, amplificado por nuestra conexión, por el amor y la voluntad de proteger nuestro hogar. Pero la victoria sobre el pequeño fragmento era solo una batalla. La guerra continuaba.

Esa noche, mientras Víctor dormía un sueño algo más tranquilo a mi lado, miré hacia el pasillo, hacia el armario cerrado. Sabía que los fragmentos no eran el único problema. El brazo herido era un canal, un punto débil. Y en algún lugar, en los restos helados de su reino o en los espacios entre mundos, Casandra estaba herida, pero viva. Había visto nuestro mundo a través del espejo. Había sentido el calor de nuestro hogar. Y una reina de hielo despojada de su poder y humillada es aún más peligrosa.

Las sombras acechaban en los reflejos. Los cajones podían esconder puertas diminutas al frío. Pero ahora teníamos un plan. Teníamos un guardián de bigotes sensible a la oscuridad. Y teníamos un arma poderosa, nacida del amor y el ronroneo más feroz.

La quinta parte no era un final. Era el inicio de una nueva vigilancia. La vida continuaba, con cafés calientes y libros en el sofá, pero siempre con un ojo atento a los destellos oscuros, y un oído pendiente del ronroneo de alerta de un pequeño héroe atigrado, gris marengo, que había aprendido a luchar contra la oscuridad con la luz de su propio ser. El armario estaba cerrado, pero la batalla por nuestro hogar, contra las sombras que se pegaban a los reflejos, acababa de comenzar. Y esta vez, estábamos preparados.

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