
Este cuento es la continuación de «La niña del espejo y el príncipe tartamudo»
El invierno se desvaneció como un susurro, y el pueblo de Lina floreció bajo un sol que ahora parecía quedarse para siempre. Los adultos murmuraban, incrédulos, mientras los niños reían bajo cielos azules. Pero Lina no podía olvidar lo que había visto al otro lado del espejo: la sombra de la bruja, enorme y hambrienta, acechando ese mundo vibrante.
Una noche, cuando la luna plateaba su ventana, el espejo del desván comenzó a brillar con una luz tenue. Lina, ahora con el corazón más valiente, trepó nuevamente hasta el desván. Allí, el reflejo no mostraba su cara, sino el paisaje del mundo mágico, pero algo había cambiado: los árboles estaban marchitos, las flores callaban, y un viento frío arrastraba hojas secas.
En el centro de aquel paisaje desolado, el príncipe—ahora con una capa verde y una espada de ramas entrelazadas—la miraba con urgencia.
—¡Lina! —gritó, su voz llegando como un eco—. La bruja está drenando la magia de este lugar. Si lo logra, tu mundo también caerá bajo su niebla eterna.
Ella no dudó. Con un paso firme, cruzó el espejo y sintió cómo la tierra temblaba bajo sus pies. El príncipe, llamado Erian, le explicó mientras corrían:
—La bruja se alimenta del miedo. Convirtió a otros en objetos, como a mí, para robar su alegría. Pero tú… tú la besaste a ella sin saberlo.
Lina se detuvo, horrorizada.
—¿El saco era…?
—Su trampa. Tu compasión la debilitó, pero no fue suficiente. Ahora, solo alguien que haya visto ambos mundos puede derrotarla.
Llegaron a un claro donde la bruja aguardaba, su figura hecha de sombras y retazos de tela negra. Sus ojos eran dos agujeros vacíos, pero su sonrisa era demasiado humana.
—Ah, la niña valiente —silbó—. ¿Vienes a darme otro beso?
Lina sintió el miedo helarle la sangre, pero recordó las palabras de las rosas: «Aunque soy hermosa, pico». La bruja era poderosa, pero también vulnerable.
—No voy a besarte —dijo Lina, y sacó del bolsillo un puñado de semillas que había recogido al correr—. Voy a plantar algo mejor.
Las arrojó al suelo y, con un susurro prestado del viento, gritó:
—¡Creced!
Las semillas brotaron al instante, enredándose en los pies de la bruja. Eran enredaderas de luz, que treparon por su cuerpo como raíces sedientas. La bruja gritó, pero no de dolor, sino de sorpresa: las plantas absorbían su oscuridad, transformándola en pétalos blancos.
—¡No puedes cambiar lo que soy! —rugió.
—No te cambio —respondió Lina—. Te devuelvo lo que robaste.
Y entonces, el milagro: la bruja se deshizo en mil mariposas negras que, al elevarse, se tornaron doradas. El paisaje revivió, los árboles estiraron sus ramas y el lago brilló de nuevo.
Erian sonrió.
—Ella era parte de este lugar, una vez. Solo necesitaba recordarlo.
Al regresar, Lina encontró el espejo opaco, pero en su ventana, una margarita susurraba entre risas:
—¿Viste cómo esa bruja tropezó?
Y supo que, algún día, el espejo volvería a llamarla. Pero por ahora, el sol era suficiente.
Fin.