
Este cuento es el tercero, después de Lina y el espejo de la bruja.
Pasaron meses desde que Lina derrotó a la bruja. El pueblo, ahora bañado en una eterna primavera, había olvidado el frío que alguna vez los consumió. Los adultos atribuían el cambio al «capricho del clima», pero los niños, especialmente Lina, sabían la verdad.
Una tarde, mientras ayudaba a su abuela a ordenar el desván, el espejo brilló de nuevo. No con la luz dorada del mundo mágico, sino con un resplandor plateado y frío, como la luna en invierno.
—Abuela, ¿has visto esto antes? —preguntó Lina, corriendo los dedos sobre el marco tallado con runas que no recordaba.
La anciana palideció.
—Ese espejo no debería estar aquí.
Antes de que pudiera detenerla, Lina tocó el cristal y este se onduló como agua agitada. En su reflejo, ya no estaba el desván, ni siquiera el mundo verde de Erian. Veía una ciudad de torres cristalinas, quebradas y cubiertas de hiedra negra. Y en medio de las ruinas, una figura encapuchada levantaba un brazo, como llamándola.
—Ven —murmuró una voz que no era un sonido, sino un escalofrío en su mente—. Ven a terminar lo que empezaste.
El espejo se empañó bruscamente, y la abuela cerró la tela sobre él con manos temblorosas.
—Ese no es el mundo de la bruja, ni el nuestro —susurró—. Es el Reino de los Tiempos Olvidados, donde van las cosas que el mundo decide borrar. Y alguien allí te conoce.
Lina no pudo dormir esa noche. Las flores en su ventana, antes parlanchinas, ahora callaban, sus pétalos cerrados con un miedo que no entendían. Al amanecer, encontró a Erian en su jardín, su espada de ramas clavada en la tierra, su mirada grave.
—El espejo te llamó —dijo, sin preguntar—. Y no es casualidad. La bruja que derrotaste era solo una sombra de algo más grande. Alguien está reuniendo los pedazos de lo que el mundo ha desechado… y quiere venganza.
—¿Contra mí?
—Contra todo lo que has salvado.
Erian extendió una mano. En su palma había una llave diminuta, hecha de hielo y luz.
—Esto abre el espejo. Pero cuidado: en el Reino de los Tiempos Olvidados, las reglas son distintas. Allí, los recuerdos son moneda, y los sueños, armas. Si te quedas demasiado, dejarás de ser real.
Lina tomó la llave. Sabía que no podía negarse.
Al cruzar el espejo, el frío la atravesó como un cuchillo. Las torres cristalinas, que desde lejos parecían rotas, de cerca estaban congeladas en el instante de su destrucción. Los fragmentos de edificios flotaban en el aire, inmóviles. Y en las calles, siluetas difusas—personas que ya nadie recordaba—caminaban en círculos, murmurando sus nombres como si temieran olvidarlos.
La figura encapuchada la esperaba en una plaza. Cuando se dio la vuelta, Lina contuvo un grito: bajo la capucha no había un rostro, sino un espejo negro, y en él, su propio reflejo… pero mayor, con ojos cansados y una cicatriz que no tenía.
—Hija del Verano —dijo la figura, y su voz era el crujir de hojas secas—. Has venido a pagar la deuda.
—No te debo nada.
—¿No? —La figura señaló las ruinas— Tú restauraste tu mundo, pero condenaste este. Cada vez que alguien elige olvidar, crece mi reino. Y ahora, quiero lo que me robaste: el invierno.
Lina comprendió entonces. Este lugar era el invierno que su pueblo había superado, el dolor que habían dejado atrás. Y esta criatura… era su eco.
—No puedes quedarte con él —dijo, firmemente—El frío no define a nadie.
La figura rió, un sonido como vidrios rompiéndose.
—Pruébalo.
Y entonces, las siluetas difusas se alzaron, avanzando hacia Lina. Eran todas ella: la Lina que lloró cuando se cayó a los cinco años, la que temió a la oscuridad, la que dudó antes de besar al saco. Sus miedos pasados, hechos carne.
Pero Lina no corrió. Respiró hondo y sacó del bolsillo una semilla que Erian le había dado: la última semilla del árbol de la bruja, ahora transformada.
—No niego lo que fui —dijo, plantándola en el suelo helado— Pero no me gobernarás.
La semilla brotó en un árbol cuyas raíces eran canciones de cuna, y cuyas hojas, promesas hechas en voz baja. Las siluetas vacilaron, tocando las ramas… y una a una, se desvanecieron, susurrando «gracias».
La figura encapuchada gritó, su espejo-face agrietándose.
—¡Esto no termina aquí!
—No —admitió Lina—. Pero ahora sé cómo vencerte.
Cuando regresó al desván, el espejo se hizo añicos. Pero en el marco, una nueva runa brillaba: la marca de un pacto.
Erian, pálido, la abrazó.
—¿Qué hiciste?
—Le di algo a cambio —sonrió Lina—. Un recuerdo que no necesitaba: el miedo a olvidar.
Afuera, la primavera seguía, pero ahora, las noches eran un poco más frescas, lo justo para recordar que incluso lo perdido tiene su lugar.
Y en el desván, entre las astillas del espejo, una pequeña flor de hielo florecía, susurrando historias que el mundo aún no estaba listo para escuchar.
Fin.