Lina y el jardín de los susurros perdidos

Cuarto cuento de Lina…

El tiempo pasó en el pueblo de Lina, pero ya no como antes, cuando los días grises se arrastraban sin fin. Ahora, las estaciones bailaban: la primavera cedía su trono al verano con risas de cerezos en flor, y el otoño pintaba el mundo de oro antes de que el invierno llegara, solo por unas semanas, como un invitado tímido. La gente había aprendido a amar el frío fugaz, porque sabían que el sol siempre regresaría.
Lina, ahora una joven de cabello castaño que brillaba como miel bajo la luz, había crecido entre secretos. El desván de su abuela ya no guardaba espejos mágicos, pero sí cajas llenas de objetos curiosos: una pluma que escribía sola, un reloj que marcaba horas imaginarias y, sobre todo, la pequeña flor de hielo que nunca se derretía.
Fue esa flor la que una noche de luna llena comenzó a cantar.
«Busca el jardín donde los ecos duermen,
donde las palabras perdidas se entierran.
Alguien llora entre las raíces,
y solo tú puedes oírlo, Lina de los dos mundos.»
La voz era tan fina como el cristal, pero sus palabras hicieron que Lina se vistiera rápidamente y saliera al jardín de su casa. Allí, entre los rosales que alguna vez le habían advertido sobre la bruja, encontró un sendero que no estaba antes: un camino de piedras luminosas que serpenteaba hacia el bosque.
—¿Erian? —llamó en voz baja, esperando ver al príncipe de ramas y capa verde. Pero solo el viento respondió, cargado con un olor a tierra húmeda y… ¿tinta?
El sendero la llevó a un claro donde no había árboles, sino libros. Gigantescos volúmenes con lomos de cuero crecían como setas, sus páginas abiertas convertidas en hojas que susurraban fragmentos de historias. En el centro, arrodillado junto a un estanque de tinta negra, había un niño.
No era un niño común. Su piel era pálida como el papel, su cabello negro y desordenado como letras revueltas, y sus ojos… sus ojos eran blancos, sin pupilas, como páginas en blanco.
—¿Quién eres? —preguntó Lina, avanzando con cuidado.
El niño levantó la cabeza.
—Soy lo que quedó cuando alguien olvidó su propia historia —dijo, y su voz era el crujido de un libro al abrirse—. Pero tú… tú puedes ver lo invisible. ¿Me ayudarás?
De la tinta del estanque surgieron entonces figuras borrosas: un hombre que buscaba un nombre, una mujer que intentaba recordar un rostro, un pueblo entero cuyos recuerdos se desvanecían como niebla.
—Este es el Jardín de los Susurros Perdidos —explicó el niño—. Aquí llegan las palabras que nadie dijo, las promesas rotas, los cuentos que nunca se terminaron. Alguien está robándolos, y sin ellos, el mundo se vuelve más callado… más frío.
Lina miró alrededor. Algunos libros estaban medio vacíos, sus páginas arrancadas. Otros tenían manchas oscuras, como si algo los hubiera devorado.
—¿Quién haría esto?
El niño señaló el estanque. En su reflejo, Lina vio una silueta familiar: la figura encapuchada del Reino de los Tiempos Olvidados, pero ahora no estaba sola. A su lado, agachado como un perro fiel, había un ser hecho de sombras y plumas, con un pico largo y afilado.
—El Cuervo de los Olvidos —murmuró el niño—. Se alimenta de lo que ya no se nombra. Y está creciendo.
En ese momento, el aire vibró con un aleteo oscuro. El Cuervo apareció sobre ellos, sus ojos brillando como tinta fresca.
—Linaaa —graznó, y su voz era el sonido de un lápiz rompiéndose—. Tú guardas demasiados recuerdos. ¡Pero yo me los comeré a todos!
El niño de papel se puso de pie, temblando.
—¡Corre! —gritó.
Pero Lina no corrió. En su bolsillo, la flor de hielo latía como un corazón. Recordó entonces las palabras de la bruja transformada: «Las reglas son distintas donde los sueños son armas».
Cerró los ojos y pensó en la cosa más poderosa que conocía: una historia sin final.
—¡Cuervo! —gritó, abriendo los brazos—. ¡Te doy mi relato favorito!
El pájaro se detuvo, curioso.
—¿Qué historia?
—La tuya —susurró Lina—. La de cómo dejaste de ser un guardián y te volviste un monstruo.
El Cuervo emitió un chillido. Las sombras que lo formaban se agitaron, revelando por un instante algo dorado bajo su pecho: una pluma brillante, atrapada como en una jaula.
—¡Mentira! ¡Yo siempre fui esto!
—¿Entonces por qué duele tanto? —preguntó Lina, avanzando—. ¿Por qué robas palabras en lugar de crear las tuyas?
El Cuervo retrocedió, pero era tarde. El niño de papel había extendido sus manos, y las páginas sueltas de los libros volaron hacia la pluma dorada, envolviéndola en letras.
—¡No! —graznó el Cuervo, pero su forma se deshacía—. ¡Sin mí, el mundo olvidará demasiado!
—Olvidar es parte de vivir —dijo Lina—. Pero perderlo todo… eso es otra cosa.
Con un último grito, el Cuervo estalló en mil fragmentos de tinta. La pluma dorada cayó al estanque, y las aguas se aclararon, mostrando ahora imágenes de personas recuperando sus historias perdidas: un abrazo recordado, un nombre susurrado al oído, un «te quiero» que nunca se había dicho.
El niño de papel sonrió por primera vez.
—Gracias —dijo, y su voz ya no crujía—. Ahora puedo volver a donde pertenezco.
Antes de que Lina pudiera preguntar dónde era eso, el jardín entero se desvaneció, y ella despertó en su cama, con la flor de hielo floreciendo en su mano. En el pueblo, esa mañana, la gente sintió algo extraño: canciones de cuna que creían olvidadas, nombres de amigos de la infancia, el sabor de un pastel que solo su abuela hacía.
Y en el desván, entre las cajas, un nuevo objeto apareció: un libro pequeño, con una pluma dorada como marcador. En su primera página decía:
«Para Lina, que recuerda por los que no pueden.
El próximo viaje te espera cuando las estrellas
se reflejen en el estanque de tinta.»
Afuera, el viento acarició los árboles, llevándose consigo un último susurro:
—Esta no es la última historia. Solo la que estás listo para escuchar.

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