Lo que se queda

Andaba buscando la felicidad
como un faro lejano,
en cimas altas y promesas raras,
en tesoros de tierra ajena.

La buscaba en lo grande,
en el eco que nunca volvía,
mientras pasaban las horas sencillas,
las que no alzan la voz ni se anuncian.

Hasta que un día, cansado el camino,
me senté en el umbral de lo cierto:
no hace falta el mar para tener puerto.

Estabas tú.
Y estabas tú.
Y tú, callado,
sosteniendo el silencio que calma.

Esa sonrisa que llega sin aviso
como luz de ventana en la tarde,
esa palabra justa que nace
sin forjar, sin buscar, sin esfuerzo.

Ese café compartido sin prisas,
esa mirada que sabe y no juzga,
esa presencia que es un refugio
cuando el mundo se vuelve espinoso.

Somos islas que elige la marea
para estar cerca, para ser orilla.
Y en ese espacio, pequeño y enorme,
nace el gesto:

El puño que busca el puño,
breve choque de constelaciones,
código antiguo y nuevo a la vez:
«Estoy aquí.
Tú estás aquí.
Y esto basta.
Y esto es fuerte.
Y esto es nuestro.»

No es un trueno, no es una hazaña,
es un latido compartido al vuelo,
un «sé que cuentas conmigo» mudo,
un «contigo también» que se instala
en los huesos, en el aire, en el tiempo.

La felicidad no era el faro.
Era la mano que encuentra la mano
en el breve relámpago del puño alzado.
Era el puerto.
Era el abrazo sin brazos.
Era el «aquí estamos»
que nunca se apaga.

Lo más grande cabe en un gesto pequeño.
Y lo que se da…
Se queda.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *