
Érase una vez una tribu de muchachos que creíamos que el mundo nos pertenecía.
No teníamos coronas, ni templos, ni altares: solo chaquetas de cuero que olían a lluvia y un walkman que devoraba cintas como si guardara en sus entrañas nuestra eternidad.
El asfalto era nuestro reino y las farolas, nuestros testigos.
Clara —yo misma— escribía versos en secreto, creyendo que con las palabras podía detener el tiempo. Sofía, siempre firme, parecía custodiar la cordura. Patricia era chispa, risa, desorden. Y Sergio… Sergio levantaba un universo entero con un acorde de guitarra.
Nos creíamos invencibles, dioses pequeños en un barrio cualquiera, hijos de una fe ingenua que confundía la música con la inmortalidad.
Pero hasta los dioses tiemblan.
Llegaron los suspensos, los silencios en misa, los besos soñados que nunca llegaron. El espejo empezó a devolvernos cansancio y dudas. Sergio callaba, Patricia se alejaba, Sofía seguía su rumbo, y yo buscaba refugio en estas páginas cuadriculadas.
Entonces comprendí que no éramos dioses, sino aprendices.
No conquistadores, sino albañiles de lo posible. Que cada herida podía ser un ladrillo, cada lágrima una semilla, cada error un cimiento.
Y aquí estoy, escribiendo en la frontera entre mito y caída.
Quizá la gloria sea tan solo esto: guardar en un diario la prueba de que fuimos jóvenes, y que el asfalto, aunque se quiebre, aún guarda nuestras huellas.
Ojalá, ese asfalto quizá ya guardado en el baúl de nuestra existencia, guarde en su memoria las huellas tuyas y las de otros que amoldaron las suyas al mismo fuego de la tuya.
Muchas gracias por leerme y comentar. Un beso