
Tu amor, Cristo, talló el madero
con clavos de luz y espinas de lágrimas,
el Padre entregó su Hijo amado
para que el mundo no naufragara en llamas.
En la cruz, tu cuerpo fue un poema
escrito en sangre inocente y trigo:
«Padre, perdónalos», voz que quema,
grito que abre el cielo a un hijo mendigo.
Soy objeto de tu fuego eterno,
arcilla quebrada en tus palmas heridas.
Me perdonas, aunque el polvo interno
se aferre a sombras, a dudas podridas.
Tus brazos, más anchos que el abismo,
me sostienen cuando el alma tropieza.
En tu costado, encuentro el bautismo
que convierte mi culpa en fortaleza.
Resucitaste entre vides y olvido,
rompiste el velo del templo deshecho.
El Padre, en ti, nos ha redimido:
no hay condena… solo un pecho a pecho.
Hoy me perdono, porque Tú me amaste,
porque tu gracia es miel en mi desierto.
Mi cansancio, en tu regazo, descansa:
soy el hijo que vuelve, hambriento y cierto.
Cristo, Cordero que el mundo no entiende,
tu cruz es el puente que abraza mis grietas.
Esperas, no con furia, sino encendiendo
lámparas de aurora en mis sendas secretas.
Este poema entreteje el sacrificio de Jesús como máxima expresión del amor divino (Juan 3:16), subrayando la redención personal y el descanso en los brazos del Padre. Incluye alusiones al velo rasgado (Mateo 27:51) y al perdón como herencia de la gracia.
Fantástico Elena !
Muchas gracias 😘